Domingo 2 - A 2023
Hace una semana celebrábamos la fiesta del Bautismo de Jesús dentro de las fiestas navideñas y hoy nos encontramos con el relato evangélico del bautismo de Jesús narrado por Juan. Éste lo presenta como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Jesús carga con los pecados de sus hermanos, los hombres y se ofrece, aunque es inocente, para expiar por ellos. Él es quien restablece la relación del hombre con Dios, haciendo que el hombre y la mujer se reconozcan de nuevo como hijos suyos.
¿Podemos añadir algo más de lo que se decía en el comentario del domingo pasado? No gran cosa, pero sí que lo primero que llama la atención es que un mismo hecho, contado desde una profunda experiencia de fe, es vivido y narrado de manera diferente por cada persona que participa en él.
Para Mateo, el evangelista del domingo pasado, es fundamental el diálogo entre Jesús y Juan. Pone el acento en enaltecer la figura de Jesús, en la humildad y sencillez de Juan; la autoridad de Jesús da paso a lo que para Él es lo importante: “Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así lo que Dios quiere”.
En el relato evangélico de hoy narrado por Juan sobran los diálogos en el encuentro; Jesús viene hacia él, lo ve y exclama: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. No tiene dudas: “no lo conocía, pero lo ha visto” y ha creído. La presencia del Espíritu sobre Jesús es el signo dado por el que le envió y le anunció que él bautizaría con Espíritu Santo.
La riqueza de símbolos en uno y en otro nos ayuda a intuir qué pudo pasar a orillas del río Jordán: La figura de Jesús al encuentro de Juan para ser bautizado antes de echar a andar para cumplir su misión, el agua que le purifica: “pasando por uno de tantos”; el Espíritu en forma de paloma que se posa sobre Jesús, TODO lo que allí aconteció estuvo invadido por el Espíritu del Señor.
Muchos acudían a ser bautizados, pero para Juan fue una experiencia única. Se sintió enviado a bautizar antes de que llegara Jesús, pero necesitó un encuentro con Él para sentir esa presencia de su Espíritu y dar testimonio de que Jesús era el Hijo de Dios.
Aparece Juan Bautista dando testimonio del Señor y señalándolo como el Mesías de Dios, como Predilecto del Padre. Para el evangelio, la fe es ante todo experiencia viva y testimonio de esa experiencia, antes que doctrinas o dogmas o ritos. Juan Bautista insiste en que él ha visto al Mesías y que de eso da fe. Desgraciadamente, muchos cristianos no han hecho experiencia de Cristo, no “han visto al Señor”, y sin ver es muy difícil hablar ni convencer a nadie. Este es el reto que nos presenta hoy el evangelio: hacer experiencia de Cristo para que nuestro testimonio sea creíble, convincente; contagiar el amor que ha transformado nuestras vidas. Tenemos que ser testigos de nuestra fe en Jesús con la valentía que lo anunciaba Juan Bautista.
Es muy importante que seamos una comunidad donde sea posible vivir experiencias profundas de oración, de meditación de la Palabra. Ojalá pudieran decir de nosotras: he ahí unas hermanas a las que se les nota que Cristo está en sus vidas, porque irradian su amor, su paz, su alegría, su bondad, su compasión.
Pero esto sólo lo podremos hacer por la acción del Espíritu, ya que es él el que limpia, renueva y transforma el corazón de sus seguidores.
Solo el Espíritu de Jesús puede poner más verdad en nuestras vidas. Solo su Espíritu nos puede conducir a recuperar nuestra verdadera identidad, abandonando caminos que nos desvían una y otra vez del Evangelio. Sólo ese Espíritu nos puede dar luz y fuerza para emprender la renovación que necesita hoy la vida monástica y cada una de nuestras vidas.
Sólo el Espíritu de Jesús es el que nos puede ayudar a vencer esa mediocridad en la que caemos fácilmente, Él es el único que puede llegar a transformar nuestras relaciones, a veces, enturbiadas por el egoísmo, y hacerlas más fraternas, más evangélicas, más al estilo de las primeras comunidades de Jerusalén, que son el modelo de toda comunidad religiosa.
Sólo el Espíritu Santo es capaz de transformar nuestros corazones, de llenarlos de fuerza, de luz, de pasión. Pues, hermanas, abramos nuestros corazones al Espíritu, para que entre de lleno en ellos y los transforme, así seremos testigos creíbles de la alegría del evangelio.