Domingo XII - A 2023
El evangelio de hoy nos anuncia que nuestra vida, como la de los discípulos, no va a ser fácil y nos repite hasta tres veces que no tengamos miedo: “No tengáis miedo a los hombres”; “no tengáis miedo a los que matan el cuerpo”; “nada va a pasar sin que lo disponga vuestro Padre… Por eso, no tengáis miedo.”
Surge la pregunta: ¿A qué debemos tener tanto miedo? Y para entenderlo un poco mejor hay que ir al final del capítulo noveno de Mateo y escuchar la frase de Jesús: “Al ver a la gente, sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y abatidos como ovejas sin pastor”. Y Jesús no se queda en la compasión, que ya es un paso importante, sino que busca a un grupo de personas para cambiar la situación. Llamó a sus doce discípulos a cada uno por su nombre “y les dio su poder para expulsar espíritus inmundos, y para curar toda clase de enfermedades y dolencias”.
Sentirse elegida por el Maestro, ayer como hoy, nos puede dar una cierta satisfacción. Pero la misión para la que Jesús elige no es tan sencilla cuando les y nos repite: “no tengáis miedo”. Miedo no solo a los demás sino a nosotras mismas porque nos descoloca, nos descentra para llevar la mirada a quienes están mucho peor que nosotras: las gentes que están cansadas de tanto caminar para encontrar algo de comer, trabajo, dignidad, seguridad. Miedo también a tanto dolor y muerte sin sentido, poniendo a un dios como bandera para justificar el mal.
Debemos de temer cuando nuestro corazón no está habitado por un amor fuerte o una fe firme. A veces es el miedo a perder prestigio, seguridad, comodidad o bienestar lo que nos detiene al tomar las decisiones.
Otras veces nos paraliza el miedo a no ser acogidas. Nos atemoriza la posibilidad de quedarnos solas, sin la amistad o el amor de las personas. Tener que enfrentarnos a la vida diaria sin la compañía cercana de nadie. Con frecuencia vivimos preocupadas solo de quedar bien. Nos da miedo confesar nuestras verdaderas convicciones, dar testimonio de nuestra fe. Tememos las críticas, los comentarios y el rechazo de los demás, el no ser comprendidas, valoradas.
Otras veces nos invade el temor al futuro. No vemos claro nuestro porvenir. No tenemos seguridad en nada. Nos da miedo enfrentarnos al mañana. No nos abandonamos confiadamente en Dios, poniendo nuestras vidas en sus manos amorosas.
La fe confiada en Dios, no nos lleva a eludir nuestra propia responsabilidad ante los problemas. No nos lleva a huir de los conflictos para encerrarnos cómodamente en el aislamiento. Al contrario, es la fe en Dios la que llena nuestros corazones de fuerza para vivir con más generosidad y de manera más arriesgada. Es la confianza viva en el Padre la que ayuda a superar cobardías y miedos para defender con más audacia y libertad el reino de Dios y su justicia.
La fe no crea personas cobardes, sino personas resueltas y audaces.
Cuando escuchamos de verdad en nuestro corazón las palabras de Jesús: «No tengáis miedo», debemos sentirnos alentadas por la fuerza de Dios.
El miedo solo puede destruirse con confianza, de la misma manera que solo el amor nos salva del odio y la venganza.