2 Cuaresma - B 2024
En este segundo domingo de Cuaresma la liturgia nos invita a contemplar el misterio de la Transfiguración de Jesús en el Tabor. La transfiguración es icono de la vida monástica. También a nosotras el Señor nos ha conducido al monte para que experimentemos la gloria del Señor, para que contemplemos su Rostro.
Este acontecimiento está ligado a lo que sucedió seis días antes, cuando Jesús había desvelado a sus discípulos que en Jerusalén debería «sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitado a los tres días» (Marcos 8, 31).
Los discípulos no habían contado con esto, y en su interior surge el desconcierto y la incertidumbre. Para ayudarles a superar este momento de abatimiento interior viene precisamente aquella experiencia luminosa de la Transfiguración, gozando de ella los tres discípulos que más tarde serían testigos presenciales de la angustia de Jesús en Getsemaní.
La transfiguración de Jesús sobre la montaña santa es, por tanto, un anticipo alentador de su resurrección, un destello de luz sobre la meta de un camino que no terminará en la cruz, sino en la gloria; es un destello de luz que pretende alentar e iluminar a los discípulos para que sigan al Maestro por aquel camino empinado y tortuosos que conduce a Jerusalén.
También para nosotros este hecho debe de servir de aliento y estímulo. Este anticipo de su triunfo definitivo se convierte en anticipo para nosotros, ya que todos estamos llamados a ser transfigurados en un cuerpo glorioso como el suyo.
En nuestras propias vidas, es esencial recordar que, incluso en medio de las dificultades, las dudas y la oscuridad, la luz de la Transfiguración sigue brillando. Es un recordatorio de que Dios está con nosotros, de que su poder y su gloria van más allá de nuestra comprensión humana.
Pedro, asombrado, sugirió construir tres tiendas: una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías. Pedro quiere instalarse, se olvida de la gente que abajo en el valle trabaja, sufre, lucha. No quiere volver a la vida cotidiana; no quiere bajar para seguir el camino que conduce hasta la cruz. Quisiera prolongar indefinidamente ese instante que, por el contrario, debería servir para ponerse en camino.
También nosotras, como Pedro, quisiéramos "eternizar" el reposo, la contemplación. Es hermoso permanecer sumergidas en la luz. Es bonito permanecer ausentes de la lucha que se libra allá abajo... Sin embargo, es necesario bajar de nuevo. La montaña es bella. Pero el lugar de nuestro vivir cotidiano es la vida, lo cotidiano, con su aburrimiento, banalidad, fatiga, contradicciones etc... Pedro confunde la pausa con el final. El Papa Francisco nos dice: ¡Fuera el pararse en una contemplación que no entiende ni atiende a lo que nos pasa a los hombres y mujeres de este mundo!
La voz de Dios le va a va a revelar la verdadera identidad de Jesús. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”.
Este es mi hijo amado, escuchadle a él. Su voz es la única que hemos de escuchar. Las demás voces sólo nos han de llevar a Jesús.
La Transfiguración es una gran revelación que confirma quién es Jesús, que es el Mesías esperado, el Hijo de Dios. Es un alto para coger fuerzas, para crecer en fe, para recuperar la esperanza. Lo de Jerusalén va a ser duro, pero el final va a ser bueno. Jesús anticipa su gloria.
Y esa experiencia de Dios y de su gloria es lo único que nos puede ayudar a acompañar a Jesús en su pasión y muerte en cruz.
Hoy Jesús nos hace una llamada a subir a la montaña. Pero para subir a la montaña tenemos que estar ligeras de equipaje, dejando atrás apegos y ataduras. Debemos tener una gran fe para resistir, pues a veces, no vemos nada; Y es mejor subir acompañadas que solas.
Y al llegar hay que escuchar y esperar que nos envuelva la nube, y dispuestas a cargar con la cruz y los trabajos de la vida.
La experiencia del Tabor ayuda a crecer en fe; a fortalecer la esperanza; a ensanchar el amor. La transfiguración es luz para el camino, es luz para la esperanza.
Dios sabe que necesitamos estas experiencias, estos momentos de Tabor, momentos intensos de presencia de Dios, en los que llegamos a recuperar la esperanza porque hemos experimentado el amor y hemos visto y palpado al Dios de la vida, al Dios de las promesas. Es cierto que, como nos ha dicho el evangelio, no son situaciones para quedarnos detenidas en ellas; es cierto que son experiencias que pasan rápido; pero siempre dejan huella en nosotras, quedan en nuestro recuerdo y nos sirven de contrapeso de otras en las que únicamente experimentamos la noche.
Como los discípulos, bajemos del monte con un corazón renovado, dispuestas a afrontar con confianza los desafíos de la vida.
Que este tiempo de Cuaresma sea para nosotras un camino de transfiguración interior, en el que la gracia de Dios renueve todo nuestro ser.
Que la luz de la Transfiguración ilumine nuestros corazones y nos guíe por el camino de la santidad.