4 Domingo Cuaresma - B 2024
En el evangelio de hoy leemos la segunda parte del diálogo de Jesús con Nicodemo en el que Jesús recuerda la imagen de la serpiente que Moisés levantó en el desierto y que, para los que la miraban con fe, producía la sanación.
Se centra todo el discurso de Jesús en el amor que Dios tiene a la humanidad, y que ha mostrado enviándonos a su propio Hijo, para que se salven todos los que creen en él. Y, la señal del amor tan inmenso de Dios es la cruz: en ella se dejó arrebatar de sus manos a quién él más amaba, el Justo Jesús de Nazaret, para que nosotros pecadores participáramos de la vida divina. La entrega de su Hijo es expresión, al mismo tiempo de la debilidad y la omnipotencia de la ternura de Dios.
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único». Esta afirmación recoge el núcleo esencial de la fe cristiana. Este amor de Dios es el origen y el fundamento de nuestra esperanza.
«Dios ama el mundo». Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor. Este mundo no recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor por los cuatro costados. Si Dios no lo condena, tampoco nosotras deberíamos condenarlo, sino mirarlo con esa mirada misericordiosa, amorosa de Dios.
El amor de Dios es tan grande que llega hasta dar la vida en la cruz por ti, por mí, y por todos los hombres para salvarnos y librarnos del pecado y de la muerte.
Tenemos que contemplar al Crucificado para descubrir ese amor entrañable de Dios por cada una de nosotras. Él me ama y se entrega por mí. ¡Qué maravilla! Que todo un Dios se entregue a la muerte para salvarme a mí. Caer de rodillas ante el crucificado y quedar a sus pies en silencio contemplativo, adorando y agradeciendo este misterio de amor.
Dios ha amado tanto al mundo que ha entregado a su Hijo único para que todos tengamos vida. Ésta es la gran seguridad que nos acompaña: que somos profundamente amadas de Dios, que no estamos solas y abandonadas en este inmenso cosmos, rodeadas de sinsentido y absurdo. No, somos hijas amadas de Dios y Él está dispuesto a entregar a la muerte a su Hijo como prueba indiscutible de amor.
Tenemos que tener la certeza de que Dios nos ama, aunque nos sintamos indignas, pequeñas, pecadoras. Tenemos que ser capaces de redescubrir ese amor loco de Dios, de experimentar su amor incondicional por cada una de nosotras, pues somos sus hijas y estamos hechas a su imagen y semejanza. Un amor que siempre nos comprende, que siempre nos perdona, un amor transido de misericordia.
Con frecuencia nos lamentamos porque sentimos a Dios muy lejos o no lo sentimos en nuestra vida, en nuestra enfermedad, en nuestra desgracia, en nuestra soledad. Y tenemos el peligro de que se debilite nuestra fe. Hay un silencio de Dios que nos sobrecoge. Si Él nos ama ¿cómo es posible tanto mal y tanta injusticia? ¿Dónde se esconde? Este silencio de Dios es inquietante. Es el mismo silencio que el Padre guarda ante la muerte de su propio Hijo en la cruz. Tenemos que acostumbrarnos al silencio de Dios sin que nuestra fe se debilite, sin desesperar. Dios calla, pero termina actuando de muchas maneras en nuestra vida. Respondió a su Hijo resucitándolo al tercer día.
El tiempo que vivimos es como un desierto cuaresmal donde no vemos claro el camino. Parece que hemos perdido el norte. Estamos inmersos en una crisis global, hay una preocupante violencia en la calle y en la familia que genera mucho sufrimiento, la mentira se ha instalado en muchos ámbitos sociales. Nos devoran los odios, las envidias, la rivalidad, la insolidaridad…Estamos en un desierto, como Moisés, lleno de serpientes venenosas. Tendremos que mirar a la cruz. “Mirarán al que traspasaron”
Pues bien, esto es Cuaresma y para superar todo esto caminamos hacia la Pascua. ¡Hay esperanza!