Domingo 30 - B 2024
El protagonista del evangelio de este domingo es “un mendigo ciego, sentado junto al camino”. La pobreza del mendigo que vive de lo que le dan; la enfermedad que le impide ver y que le limita extraordinariamente todas sus posibilidades; la exclusión de la ciudad: está fuera de ella, en el camino. Pobreza, enfermedad, exclusión: todo en la misma persona. No dice el evangelio, como sí hace en otras ocasiones, la edad del ciego o los años que llevaba postrado en la misma situación.
Muchas personas pasaban por el camino. Algunas le dejarían alguna moneda; la mayoría pasaría indiferente. Algunos incluso le juzgaban: “algo habrá hecho”, “por algo está así”: habrá pecado él o sus padres.
Ese era el juicio social sobre los ciegos, incluso los discípulos de Jesús pensaban así, como nos cuenta el evangelista Juan hablando de otro ciego: “Sus discípulos le preguntaron: Rabbí, ¿quién pecó, él o sus padres, para que haya nacido ciego?” (Juan 9, 2). Así día tras día: sin esperanza, al borde del camino, dependiendo de la limosna que ni le saca de pobre, ni le cura, ni le da oportunidad de integrarse en la ciudad.
Pero ese día pasa algo distinto: no ve, pero se entera que pasa Jesús de Nazaret. Quizá el alboroto de la “gran muchedumbre” que acompañaba a Jesús. Los ciegos tienen muchas veces, como compensación natural, un oído fino. Algo habría oído antes de Jesús. Y se le abre un rayo de esperanza: pasa Alguien que le puede cambiar la vida. Y le pide “ten compasión de mí”. Le increpan para que se calle, pero él grita más fuerte. Es el grito de la necesidad y es el grito de la esperanza. Tan fuertes una como otra.
Y toma la opción decisiva: podía haberse rendido pensando “no me oirá”, “no me hará caso”, “pasará de largo”, “no le importo”. Podría haber caído en la tentación de la resignación o en la tentación del victimismo. Pero la esperanza en Jesús es más fuerte. Jesús le llama y hace entonces el gesto decisivo: “arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús”. Esperanza que se pone en movimiento: imagino que, a tientas, dando algún tumbo que otro, dejándose ayudar… pero en movimiento.
Ese personaje somos, de alguna manera, todos y cada uno de nosotros. Con nuestras miserias que tantas veces nos pesan y abruman y con nuestras cegueras que nos oscurecen el camino. Pensamos que no tienen solución, que no tenemos solución. Y nos equivocamos. Hay solución porque Jesús pasa por el camino de la vida todos los días. Y nos llama a la esperanza, a no dejarnos vencer ni por la resignación, ni por el conformismo, ni por el victimismo. Hay solución, pero, como el ciego, nos hemos de levantar, quitarnos el manto de nuestras resistencias y pesimismos, no hacer caso de los que nos dicen que no hay nada que hacer y gritar con todas nuestras fuerzas “Ten compasión de mí”.
Darío Mollá