Domingo 31 - B 2024
Le preguntan a Jesús: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Y Jesús responde añadiendo al primero, el del amor a Dios, un segundo: el del amor al prójimo. Y remata su respuesta con una frase que pone a la misma altura esos dos mandamientos: “no existe otro mandamiento mayor que éstos”. Porque amor a Dios y al prójimo son un único mandamiento. Un único mandamiento con dos partes indisolubles, inseparables… de tal modo que, si falla una de ellas, no se sostiene la otra.
Quizá una primera reacción nuestra ante el evangelio de este domingo es decir: es cosa sabida, después de tanto tiempo ya lo tenemos claro, no hay novedad…
Puede quizá ser cosa sabida teóricamente, lo que no es tan evidente es que sea cosa vivida. La experiencia nos da que una y mil veces lo del amor a Dios va por un sitio y lo del amor al prójimo va por otro. Sucede eso cuando vivimos de un modo no integrado lo interior y lo exterior, la experiencia de Dios y el compromiso con el mundo, la intimidad de la oración y la entrega en la lucha del día a día. Por eso es bueno reflexionar un poco, al hilo de este texto del evangelio de Marcos, en cómo interactúan las dos dimensiones del único mandamiento. Señalaré algunos aspectos.
El amor al prójimo es el índice de verificación, la prueba del algodón, del auténtico amor a Dios según el evangelio. Ya lo dijo hace siglos el apóstol Juan: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1ª Juan 4, 20). El amor a Dios se vive de verdad cuando en la vida cotidiana “nos hacemos prójimos” de quienes conviven con nosotros y, de modo especial, los que sufren y están malheridos al borde del camino por cualquier causa. Ir “a la nuestra”, aunque vayamos al templo, se contradice con el amor al Dios de Jesús (Lucas 10, 29-37)
Por otra parte, el amor a Dios da su auténtica radicalidad y profundidad al amor al prójimo, diferenciándolo de lo que es simple empatía o filantropía humana. Esa radicalidad se manifiesta, entre otras, en dos dimensiones: la universalidad y la gratuidad.
El amor al Dios que “hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mateo 5,45) hace que nuestro amor al prójimo desborde los límites egoístas de los conocidos, los que piensan o creen como yo, los que me caen bien y los que me caen mal. Y el amor a Dios hace posible amar a fondo perdido, sin esperar pago o recompensa efectivas o afectivas, porque en nuestro amor a los demás hacemos visible que “nosotros amamos porque Él nos amó primero” (1ª Juan 4, 19).
Darío Mollá, S.J