Domingo 15 - C 2025
Hoy la liturgia nos regala una de las parábolas más entrañables y provocadoras del Evangelio: la del Buen Samaritano. Una parábola que, aunque conocida, nunca se agota, porque toca el corazón mismo del mensaje de Jesús y nos llama a una conversión continua del corazón.
Todo comienza con una pregunta: «¿Maestro, qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» Jesús responde como buen rabino: no da una respuesta directa, sino que devuelve la pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley?» Y el doctor de la ley responde bien: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y al prójimo como a ti mismo.» Hasta ahí, podríamos decir, vamos bien. Pero el problema no es entender la ley, sino vivirla. Y entonces viene la segunda pregunta, que revela algo más profundo: «¿Y quién es mi prójimo?»
Es aquí donde Jesús cuenta la parábola del hombre asaltado en el camino de Jerusalén a Jericó. Un sacerdote y un levita lo ven… pero pasan de largo. Y, sorprendentemente, quien se detiene no es el religioso, ni el servidor del templo, sino un samaritano, es decir, alguien considerado impuro, extranjero, indigno.
Este hombre se conmueve, se acerca, cura sus heridas, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a una posada y paga por él. Lo hace suyo. Se hace prójimo. Este gesto del samaritano es un espejo para nosotras. La pregunta ya no es “¿quién es mi prójimo?”, sino: ¿de quién me hago prójimo hoy?
En la vida monástica, quizás no caminamos por los polvorientos senderos de Palestina, pero sí transitamos cada día el camino del corazón, donde encontramos heridas, cansancios, silencios y también oportunidades para detenernos y amar. Porque la vida monástica, como el camino de Jericó, no está libre de dificultades, caídas o pruebas.
Y no es fuera del monasterio donde se nos pide ser samaritanas. Es aquí, en lo cotidiano:
• En la hermana anciana que necesita más ayuda.
• En la hermana que vive una noche interior y no lo expresa.
• En la hermana que ha cometido un error y necesita comprensión más que corrección.
• En la hermana que vive a mi lado desde hace años y a veces corre el riesgo de volverse invisible.
¿Me detengo? ¿Miro? ¿Escucho? ¿Me conmuevo? O quizás, como el sacerdote o el levita, paso de largo porque “tengo mis cosas”, porque “no es mi responsabilidad”, porque “ya hay quien se ocupe”.
El Evangelio de hoy nos recuerda que la verdadera espiritualidad pasa por la misericordia concreta, que implica detenerse, renunciar a los propios planes, asumir el ritmo del otro, cargar con sus heridas.
San Benito nos dice en el capítulo 72 de la Regla: “Que se anticipen unos a otros en el respeto mutuo. Que soporten con suma paciencia sus debilidades, sean del cuerpo o del carácter.” Y más adelante añade: “Que no busquen lo que les parece útil a ellos, sino más bien lo que lo sea para los demás.”
Este es el corazón de la vida fraterna: una caridad que no se queda en los afectos o las ideas, sino que se traduce en actos: en servir, en ceder, en sostener, en callar a tiempo, en hablar con prudencia, en consolar con una palabra o con una simple presencia.
Podemos vivir esta parábola incluso en el silencio del coro, en el ofrecimiento del trabajo cotidiano, en la oración intercesora por los heridos del mundo que no vemos, pero que Dios pone en nuestro corazón.
Jesús termina con una orden: «Anda, y haz tú lo mismo.»
No es solo un consejo: es una llamada a vivir como Él vivió. Porque Jesús es el Buen Samaritano por excelencia. Él se hizo prójimo de la humanidad herida, se inclinó sobre nuestras miserias, cargó con nuestras caídas, pagó el precio de nuestra salvación, y nos trajo a la posada de su Iglesia.
Hoy, el Señor nos dice a cada una: Haz tú lo mismo. Sé prójima. No pases de largo. Mira con compasión. Sirve con ternura. Y que nuestra vida comunitaria sea un reflejo de esa misericordia que sana, consuela y levanta.