Domingo 30 - C 2025
El evangelio de este domingo nos coloca ante una escena tan sencilla como profunda: dos hombres suben al templo a orar. Uno es fariseo, observante, cumplidor, un hombre religioso, modelo social; el otro es un publicano, considerado pecador, excluido, indigno a los ojos de la gente. Jesús nos muestra que ambos hacen aparentemente lo mismo —orar—, pero no es la postura externa ni las palabras bonitas lo que determina si la oración agrada a Dios, sino el corazón con el que nos presentamos ante Él.
El fariseo se presenta ante Dios orgulloso de sus buenas obras: ayuna, da limosna, cumple los mandamientos. Todo eso es bueno y valioso, por supuesto. El problema no está en lo que hace, sino en cómo lo vive: se cree mejor que los demás, mira por encima del hombro, desprecia al que considera inferior. Su oración no nace del amor, sino de la comparación. Habla consigo mismo, se alaba a sí mismo y termina cerrando su corazón. Dios queda fuera.
El publicano, en cambio, se queda atrás, casi escondido. Reconoce que ha fallado, que necesita ayuda, que necesita misericordia. No se justifica, no se defiende, no se compara con nadie. Solo pone su verdad en manos del Señor: “¡Ten misericordia de mí, que soy un pecador!”. Esa oración, que nace de la humildad y la sinceridad, abre las puertas del cielo. Y Jesús nos sorprende al afirmar que es este, y no el fariseo, quien regresa a su casa perdonado y reconciliado.
Esta parábola nos pide mirar dentro de nuestro propio corazón. Todos tenemos un poco de fariseo y un poco de publicano dentro. A veces vivimos la relación con Dios como si fuera una lista de méritos y pensamos que eso nos hace mejores. Pero Dios no quiere cuentas ni comparaciones. Él quiere hijos que se dejen amar. Quiere corazones que reconozcan que todo en nuestra vida es gracia, es regalo suyo.
La humildad no es rebajarse ni despreciarse. Es colocarse en la verdad: somos frágiles, somos pecadores, pero somos profundamente amados. Cuando aceptamos esa verdad con sencillez, Dios puede transformarnos. Cuando dejamos de juzgar a los demás y comenzamos a mirarlos con compasión, Dios hace nueva nuestra vida.
Jesús nos enseña que Dios no mira apariencias ni títulos ni méritos. Él mira el corazón que se reconoce pequeño. La humildad abre la puerta a la gracia; el orgullo la cierra. Cuando creemos que ya estamos bien y que somos mejores que los demás, nos alejamos del amor de Dios. Cuando admitimos que necesitamos ser sanados, Dios nos levanta y nos renueva.
Hoy, cada uno de nosotros está invitado a preguntarse: ¿cómo entro yo en la presencia de Dios? ¿Con el corazón lleno de mí mismo o lleno de confianza en Él? Que este evangelio nos ayude a orar siempre como hijos que se saben amados, sin máscaras ni comparaciones, pidiendo perdón con sencillez y abriéndonos al abrazo del Padre.
