Lo que el Espíritu dice hoy a la vida monástica femenina
En noviembre de 2004 se celebró en Roma un Congreso Internacional sobre la vida Consagrada bajo este título: “Pasión por Cristo, pasión por la Humanidad”. El subtítulo recogía bien este propósito: “Lo que el Espíritu dice hoy a la vida consagrada”. Esta reflexión quiere ser el eco y la concreción de aquel acontecimiento eclesial. Deseamos prolongar la escucha al Espíritu, iniciada en aquel Congreso, en un intento más de captar qué es lo que el Espíritu nos está diciendo hoy a la vida monástica femenina. Lo haremos, en fidelidad, desde la misma inspiración de fondo: dejarnos interpelar por el Espíritu desde la realidad del mundo actual buscando fielmente nuestro lugar en la Iglesia, comprometiéndonos constantemente en una conversión profunda a Cristo y disponiendo nuestros corazones para “nacer de nuevo” a una vida monástica inspirada en la pasión por Cristo y en la pasión por la humanidad.
Seguiré un itinerario sencillo y claro. En el primer punto trataremos todos de disponer nuestros corazones a la escucha del Espíritu. Después, ahondaremos en una cuestión central y decisiva: la búsqueda apasionada de Dios hoy en la vida monástica femenina. Abordaremos, a continuación, la pasión por la humanidad, algo que brota como irradiación de nuestra pasión por el Dios vivo revelado en Jesucristo. Concluiremos, en plan de sugerencia, señalando brevemente algunos caminos de renovación, de renacimiento de la vida monástica1.
1.- A LA ESCUCHA DEL ESPÍRITU
La vida monástica es un don del Espíritu a la Iglesia. Nace, vive, crece y contribu ye al reino de Dios por la acción del Espíritu. Si falta el Espíritu, “dador de vida”, la vida monástica, como todos los demás carismas, se apaga. La histori a de la vida mo nástica a lo largo de los siglos es la historia de la acogida, más o menos fiel, al Espíritu.
Efectivamente, cuando en la vida monástica cerramos el corazón al Espíritu decae nuestro seguimiento personal y comunitario, la vitalidad de nues tras celebraciones, la calidad de la acogida a los demás y nuestra proyección hacia ellos.
Por eso, lo primero y más importante es no apagar el Espíritu: abrir los oídos del corazón para escuchar lo que nos está diciendo; dejarnos “lavar y santificar2” por Él; “hacerle sitio” en nuestras comunidades, sentir entre nosotras el aliento vivificador de Cristo Resucitado y escuchar sus palabras: “Recibid el Espíritu Santo3”.
¿No estaremos necesitadas, antes que nada, de esa experiencia fundante que fue la irrupción del Espíritu en los primeros seguidores y seguidoras de Jesús?
¿Qué supondría hoy un “nuevo Pentecostés” vivido en el interior de la vida monástica femenina?
El Espíritu nos habla desde el interior del corazón, pero también desde la realidad del mundo actual; interpela a nuestras comunidades desde dentro, pero tamb ién desde fuera. ¿Qué espera Dios de la vida monástica femenina en los inicios del tercer milenio? El Congreso de Roma nos invitaba a dejarnos interpelar por el Espíritu desde la realidad a ctual de la Humanidad. Pensemos en el creciente vacío espiritual del hombre moderno, la sed de sentido, el anhelo de verdadera libertad, el dolor por tanta injusticia, la lucha contra el hambre y la miseria en el mundo, la necesidad de solidaridad con los últimos de la tierra, la dignidad de la mujer, el cuidado ecológico de la creación, etc.
¿Cómo ha de ser la búsqueda plena y humilde de Dios vivida por las comunidades monásticas femeninas en medio de este mundo?, ¿cómo insertarnos en la realidad de nuestro tiempo desde “una nueva imaginación de la caridad4”?, ¿cómo colaborar en la gran tarea de buscar primero el reino de Dios y su justicia?, ¿cómo ser nosotras don para toda la Iglesia?, ¿cómo contribuir a su misión salvadora?
2.- BÚSQUEDA APASIONADA DE DIOS
Lo más apremiante hoy no es sobrevivir, tampoco preservar el pasado por muy glorioso que ha ya sido. El Espíritu nos llama también en estos tiempos a vivir de verdad con responsabilidad, hondura y confianza nuestro ser contemplativo, sin dejarnos coger por la nostalgia del pasado o la incertidumbre del futuro.
• Buscadoras del Dios vivo
Buscar a Dios y sólo a Dios. Esto es para nosotras lo esencial, la clave que explica y justifica nuestra vida. San Benito, en su Regla, lo señala como un criterio de vo cación monástica “el maestro de novicios tenga cuidado en observar si el novicio de veras busca a Dios...” (RB, 58)5 . “Buscar a Dios no indica una búsqueda voluntarista o puramente filosófica sino una rendición sin condiciones porque nos sabemos buscadas y amadas por Aquél que lo puede todo. Buscar a Dios requiere una donación total y, consecuentemente, un cambio total de orientación en la vida de la mujer y del hombre, una conversión. Todo ha de ser vivido en función de Dios. Nos liberamos de todo para Di os, ser de Dios, que es, en definitiva, la expresión más auténtica de la libertad humana”6.
Esta es la única razón de nuestra vida. Nunca ha habido otra. Tampoco ho y. Esta búsqueda apasionada de Dios relativiza todo lo demás.
Para nosotras, buscar a Dios es buscar la vida, dejarnos seducir por su rostro vivo que lo ilumina todo. Escuchamos en nosotras esta llamada: ”buscad al Señor y vivirá vuestro corazón”7. Es su presencia viva y misteriosa la que renueva constantemente nuestra existencia poniendo en nu estro corazón un gozo inconfundible: “su trato no desazona ni su intimidad deprime, sino que regocija y alegra”8.
Nuestra búsqueda de Dios en el silencio y en la soledad del monasterio aun siendo a veces pobre y débil, quiere ser signo de nuestra pasión por Dios; también humilde recordatorio de que Él es la última meta de la vocación humana. Por eso no queremos vivir buscando nuestra propia satisfacción espiritual al margen de los problemas, conflictos e interrogantes del hombre y la mujer de ho y. Al contrario, queremos buscarlo precisamente en medio de una sociedad que parece alejarse de Dios; decir con nuestra vida que sigue siendo lo único necesario tamb ién hoy, cuando muchos no parecen necesitar de Él en absoluto. Por tales razones, una pregunta nos inquieta y estimula: ¿cómo puede llegar a ser ho y Dios Buena Noticia en nuestra sociedad?, ¿cómo acercar a Dios a esas personas que le dan ho y la espalda?
De ahí el siguiente interrogante: ¿no nos estará llamando el Espíritu a buscar el rostro de Dios vivo de una manera nueva, con nuevo ardor y nueva pasión? ¿No necesita hoy el mundo buscadoras y testigos de un Dios Amor que ama a todos con ternura y compasión infinita, sean creyentes, agnósticos o indiferentes, un Dios Padre y Madre que quiere la felicidad para sus criaturas, y busca una vida más digna para todos. Un Dios capaz de enamorar también ho y a quien lo busca? Tal vez, éste es el primer testimonio que podemos ofrecer a nuestro mundo que ha perdido la sed de Dios y olvida fácilmente la dimensión trascendente del ser humano.
• Discípulas y seguidoras de Jesús
Ciertamente, nuestra búsqueda de Dios está sostenida, iluminada y alimentada por Jesús: “Él es el camino, la verdad y la vida9”. Nadie va al Padre sino por medio de Él. Creemos escuchar una llamada nueva del Espíritu que nos invita a decir a todos con fe humilde y convencida: “Jesús es el Señor10”. Queremos decirlo con una obediencia nueva y más fiel a Cristo, guiadas por la luz y el amor que el propio Espíritu del Señor enciende en nosotras, pue s “si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo11”.
En Jesús descubrimos el verdadero rostro de Dios y su cercanía salvadora. Por eso, nuestra búsqueda de Dios se concreta en vivir como discípulas y seguidoras de Jesús. Él ha de ser el corazón de nuestra vida monástica, pues en Él descubrimos el corazón de Dios latiendo en un corazón humano como el nuestro. Nos gustaría que todo el mundo pudiera ver con transparencia que nuestra vida solo tiene una explicación: “En Jesús hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él12”. Ese amor revelado en Cristo es el que despierta nuestro amor hecho de admiración y alabanza, de adoración y acción de gracias.
Jesús es la mejor noticia que puede escuchar de nosotras el hombre y la mujer ac tual. Por eso queremos conocerlo cada vez mejor, creer en Él con más ardor, amarlo con corazón indiviso, vivir apasionadamente de Él y para Él, para poder así amarlo y testimoniarlo de manera más clara al hombre y mujer de ho y. Desde ese espíritu nos senti mos llamadas a vivir de manera renovada la propuesta de san Benito: “no anteponer nada, absolutamente nada, a Cristo, ya que nada antepuso Él a nuestro amor13”. Nada tenemos que anteponer tampoco ho y al amor de Cristo. Nada queremos edificar en nuestros días que no tenga en Jesús su cimiento: cambios, transiciones, búsqueda de nuevas formas y estructuras: “Que nadie ponga otro fundamento que el que está puesto, Cristo Jesús14”.
Queremos mostrar con nuestra vida que nada merece más la pena que Cristo; que lo preferimos a todo, que nuestra vida y nuestro corazón le pertenecen por entero, que por nada lo podríamos ya dejar: ¿“Quién nos separará del amor de Cristo?... Ninguna criatura podrá separarnos del amor que Dios nos tiene y que se nos ha manifestado en C risto Jesús, Señor nuestro15”.
Pero Cristo no es posesión exclusivamente nuestra: es el gran regalo de Dios a toda la Humanidad. Por eso nuestra vida de seguidoras y discípulas de Jesús no tiene como meta una santificación de carácter individual y exclusivo. Si nos esforzamos por configurar nuestra vida monástica siguiendo sus huellas es porque queremos contribuir, de manera humilde pero real, a que Jesús siga vivo en medio de nosotros. Quisiéramos que nuestra vida, a pesar de todos nuestros pecados, infi delidades y mediocridad, pudiera evocar y actualizar:
- su acogida incondicional a todo ser humano y, de manera preferente, al pequeño y desvalido;
- su compasión para toda desgracia y sufrimiento;
- su pasión por defender la dignidad de la persona por encima de todo;
- su esperanza inquebrantable en Dios;
- su pasión por la verdad por encima de convencionalismos engañosos;
- su libertad para hacer el bien;
- su voluntad por infundir confianza en Dios;
En el fondo de esa vida de Jesús se podía intuir a Dios. De ahí un gran interrogante para nosotras, ¿podrá alguien presentirlo y en nosotras, discípulas y seguidoras suyas, algo semejante?
• Desde nuestra experiencia de mujeres
Nos sentimos llamadas a vivir la búsqueda de Dios y el seguimiento a Jesús desde nuestra condición de mujeres, sin renunciar a nuestro ser femenino, desde nuestra manera de entender y vivir la existencia, desde nuestra forma de sufrir y disfrutar, desde nuestra capacidad de acoger y cuidar, de consolar y de dar vida.
Vemos con alegría el despertar de la conciencia de la mujer en el mundo, y el esfuerzo y lucha crecientes por una vida más igualitaria, digna y justa de la mujer y el varón. Abogamos por un nuevo modelo de relaciones entre los géneros desde la complementariedad y reciprocidad entre varón y mujer. Cristo con su actitud y vida es nuestro modelo. Él puede ayudarnos hoy a situarnos todos, monjes y monjas, en un nuevo y más evangélico marco de relaciones. Nos sentimos llamadas por el Espíritu de Dios que trabaja al mundo a encarnar nuestra vida monástica en esta voluntad socio-cultural, la cual, por cierto, responde a la voluntad genuina del Creador. A lo largo de los siglos siempre se ha enraizado el monacato en la cultura de su tiempo, no ciertamente para identificarse con ella, sino pa ra confrontarla desde Dios y para sembrar la invitación a entrar en su Reino, desde la apertura a los signos de los tiempos.
Queremos seguir a Jesús como María, su Madre, que escuchaba atentamente, lo guardaba todo en su corazón y meditaba en silencio el Misterio de su Hijo; como María de Magdala que se sintió amada con cariño especial, sanada por su fuerza curadora y llamada a ser su discípula fiel hasta el final; como la Samaritana que, dialogando con Él junto al pozo, descubrió su sed de Dios; como la mujer condenada por los varones a la que Él liberó e infundió nueva vida; como Marta y María que lo acogieron en su casa como Amigo y Maestro; como la mujer pecadora que besó, acarició y ungió sus pies para mostrar su mucho amor al haber sido perdonada de s us muchos pecados.
Queremos seguir y amar a Jesús con corazón y sensibilidad de mujer, contribu yendo a poner en la Iglesia algo de lo que aquellas mujeres pusieron entre los primeros seguidores. No queremos que se olviden los rasgos que tanto nos atraen d e Jesús: su cariño inmenso a los niños y pequeños; su sensibilidad hacia los más desfavorecidos; su cercanía a los enfermos y dolientes; su acogida amorosa a pecadores y prostitutas; su capacidad de llorar ante el sufrimiento ajeno; su compasión hacia las gentes perdidas sin pastor; su manera de consolar y exhortar a las mujeres; su amor vulnerable que lo llevó hasta la cruz.
No vemos en Jesús al varón autoritario y dominador que se impone por su fuerza y poder, sino al amigo y hermano que nos atrae y ena mora por su vida servicial, impregnada de amor a todos. A Él queremos amar, seguir y testimoniar. Él nos a yuda a descubrir un rostro más femenino de Dios. Para Jesús, Dios es como un padre que acoge a su hijo pródigo, no con la autoridad de un patriarca ofendido, sino con el afecto de una madre que, al verlo todavía lejos, se le conmueven las entrañas y comienza a abrazarlo, interrumpiendo su confesión para evitarle más humillaciones y acogiéndolo como hijo querido. Dios es como un pastor que busca la oveja perdida, pero es también como una humilde mujer que barre con cuidado su casa para buscar su pequeña moneda y compartir su alegría con las vecinas. Dios es compasivo y tiene entrañas de misericordia. Para ser como Él hemos de imitar al samaritano que se conmueve al ver en la cuneta al herido, se acerca a él, y actúa como una madre que desinfecta y venda sus heridas, lo lleva a la posada y cuida de él.
Durante muchos siglos han dominado entre los cristianos imágenes masculinas de Dios que no se equilibran con otras más femeninas, empobreciendo así nuestra experiencia de Dios y condicionando fuertemente tanto la imagen que tenemos de Él como las relaciones que podamos entablar con Él y entre nosotros. Dios es presentado y vivido con frecuencia como Ser Supre mo, Omnipotente y Todopoderoso, Re y, Juez y Señor soberano. Este lenguaje tiene el riesgo de subra ya r la idea absoluta de poder, domi nio total, autoridad ejercida de manera rígida. Sin negar lo que de verdadero y auténtico ha y en este lenguaje, nosotras qu eremos narrar nuestra experiencia de Dios y pronunciar su Nombre Inefable con un lenguaje más femenino. Así lo hicieron en el pasado otras monjas y mujeres contemplativas: Hildegarda de Bingen, Matilde de Magdeburgo, Juliana de Norwich, Teresa de Jesús, Edith Stein16...
En efecto, con nuestra vida y nuestra palabra queremos hablar de Dios:
- como Madre que crea y recrea todo, gestando la creación entera y dando vida, aliento y espíritu a la historia humana;
- como amor entrañable que se da, que ama lo que h ace y se vuelca cordialmente en las pequeñas cosas de nuestra vida;
- como amor compasivo que perdona, acoge y abraza a quienes tanto necesitamos de consuelo;
- como ternura inef able que cura, cuida y bendice la vida;
- como amor humilde y vulnerable que sufr e con nosotros y por nosotros.
No se trata de dejarnos llevar por una voluntad feminista mal entendida, sino de vivir y comunicar una experiencia de Dios que recuerde a todos que su poder es el poder del amor; su trascendencia, cercanía íntima a todos, su misterio, compasión hacia el que sufre. Un Dios, en definitiva, que sea más fiel al que se nos revela en Cristo y más cercano al corazón del hombre y a la mujer de nuestros tiempos .
3.- PASIÓN POR LA HUMANIDAD
La pasión por el ser humano únicamente pue de brotar de la pasión por Dios. Por eso necesitamos una profunda experiencia de Dios, Padre/Madre para llevarlo a nuestros hermanos y hermanas. Es imposible contemplar a Dios sin vivir la fraternidad, sin pensar en sus hijos e hijas, sin amar sus vidas, s in compartir sus sufrimientos.
Nuestra búsqueda de Dios no puede ser ruptura con el mundo. Evagrio Póntico definió al monje como “aquél que está separado de todos y unido a todos17”. Puede parecer una paradoja pero no lo es: nos alejamos de todos para, de sde Dios, estar más cerca de todos; peregrinamos por la vida “representando a todos”, cargando con la vida de todos y, de manera especial, de los más necesitados y humillados. Es Dios mismo quien nos coloca mirando a la Humanidad. Es Cristo quien nos dice como a María Magdalena: “Deja de abrazarme... y vete donde los hermanos18”. Nuestra vida monástica no termina en un Dios encerrado en sí mismo, sino en un Padre que nos envía hacia sus hijos e hijas. “aquél que está separado de todos y unido a todos17”. Puede parecer una paradoja pero no lo es: nos alejamos de todos para, desde Dios, estar más cerca de todos; peregrinamos por la vida “representando a todos”, cargando con la vida de todos y, de manera especial, de los más necesitados y humillados. Es Dios mi smo quien nos coloca mirando a la Humanidad. Es Cristo quien nos dice como a María Magdalena: “Deja de abrazarme... y vete donde los hermanos18”. Nuestra vida monástica no termina en un Dios encerrado en sí mismo, sino en un Padre que nos envía hacia sus hijos e hijas.
Arrastradas por su amor al mundo y a sus criaturas, vivimos compartiendo el destino de la Humanidad, compadeciendo su dolor y sus incertidumbres, dando gracias por sus alegrías, alabando a Dios en su nombre.
Arrastradas por su amor al mundo y a sus criaturas, vivimos compartiendo el destino de la Humanidad, compadeciendo su dolor y sus incertidumbres, dando gracias por sus alegrías, alabando a Dios en su nombre. Más que nunca hacemos nuestros los sentimientos del Vaticano II: “Los gozos y la s esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y cuantos sufren, son a la vez los gozos y las esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo19”.
• Intercesoras ante Dios
En la vida de Jesús, vivir para Dios era, en concreto, vivir al servicio de su reino de compasión y de justicia entre los hombres. El reino de Dios fue el corazón de su existencia, la pasión de su vida y la razón de su muerte. ¿Cómo vivimos nosotras desde la vida monástica el servicio al reino de Dios? ¿Cuál es nuestro lugar en esta tarea esencial, anterior a toda añadidura, de acoger y abrir caminos al reino de Dios y su justicia? ¿Cuál es el carisma o “la manifestación del Espíritu” que se nos ha dado a las mujeres y monjas “para el bien común de todos?20”.
Dicho de manera más breve, nuestro servicio al reino de Dios consiste esencialmente en recordar a todos ante Dios y en despertar el recuerdo de Dios en todos. En torno a estos dos ejes gira nuestra vida entera: intercesión permanente y testimonio fiel. Éste es nuestro ideal: hacer presente ante Dios a todos los hombres y mujeres que nacen, viven, trabajan, luchan, gozan y sufren mientras se dirigen hacia el Padre; y a la vez, ser con nuestra vida sencilla y pobre, un testimonio humilde de ese Dios que nos acompaña y nos espera como Plenitud de todos nuestros anhelos. La misión es apasionante, aunque hoy la vivamos por caminos humildes de pequeñez y debilidad, sin poder mostrar mucha eficacia ni relieve social. En medio de un mundo, seducido por el éxito, la eficiencia y la rentabilidad inmediata, nosotras nos sentimos llamadas a vivir y mostrar desde “la espiritualidad de lo pequeño”, la eficacia invisible de la gracia que proviene de Dios.
Nuestra intercesión por la Humanidad nace, se inspira y se mantiene viva desde el Amor. Teresa de Lisieux lo supo captar de modo insuperable: “Comprendí que la Iglesia tenía un corazón y que ese corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que el amor abarcaba todas las vocaciones , que el Amor era todo21”. Desde ese amor nos sentimos “responsables” de la intercesión. Ese amor convierte nuestra existencia en “pro -existencia”: existimos “para otros”, de hecho, no sabríamos vivir sólo para nosotras. Nuestra vida es súplica, intercesión, ofrenda unida a la de Cristo que “está siempre vivo para interceder por nosotros22”. Ésa sería, tal vez, una buena definición de nuestra vida: ser “intercesión de Cristo”, hecha visible hoy en medio de nuestro mundo.
Esta existencia intercesora no se reduce a la oración, sino que ha de impregnar nuestra vida entera. Por eso tratamos de vivir la realidad de cada día, sembrada muchas veces de sufrimiento, olvido, incertidumbre, enfermedad, envejecimiento... en solidaridad con los que sufren. Todo puede servirnos para ponernos en el lugar de los que viven solos y olvidados, ayudar a asumir su dolor, compartir sus anhelos y sufrir ante Dios sus necesidades.
Queremos ser mujeres orantes que en su oración ruegan a Dios por sus hijos e hijas, poniendo a todos ante sus entrañas de Madre. Mujeres que, en el silencio, ahondan en el corazón de Dios para descubrir en él a los más pobres y olvidados. Esta es nuestra suprema responsabilidad y servicio: decir a Dios con nuestra vida : “No olvides la obra de tus manos23”.
Nuestra solidaridad intercesora quiere llegar hasta el último lugar donde ha ya alguien que sufre, llora, lucha, canta, espera o agoniza. ¿Qué sentido tendría nuestra vida si, distraídas por nuestros pequeños problemas permitiéramos que, en algún pueblo, raza o religión, hubiera un ser humano por el que nadie reza a Dios? Todos caben en nuestra oración pero el Espíritu al que la liturgia llama “Padre de los pobres24” nos invita a hacerles un sitio especial en nuestra existencia intercesora a los más pobr es: a los hambrientos de la tierra, las víctimas inocentes de los abusos e injusticias más terribles, los humillados por todos, los niños y niñas prostituidos sin piedad, los maltratados por los poderosos porque estos son los privilegiados de Dios. En medi o de ellos nuestra mirada se detiene, con ternura preferente, en las mujeres más discriminadas, violentadas, maltratadas. Son los pobres a quienes queremos hacer más sitio en nuestra oración, nuestro silencio, nuestro afecto y nuestro recuerdo. ¿Quién podr ía ocupar, si no son ellos, el lugar privilegiado en una comunidad centrada en Dios?
• Testigos ante el mundo
Junto a la misión de intercesión, nos sentimos llamadas a servir al reino de Dios con el testimonio de una vida que a yude a escuchar su invitación a entrar en su reino. Queremos ser un signo humilde levantado en el corazón de la Iglesia y del mundo que, desde el silencio y la soledad de nuestros monasterios, invite a escuchar a Dios. Pero tal testimonio sólo será auténtico si nace como expresión, irradiación y comunicación de una experiencia de Dios realmente auténtica que debemos vivir en nuestras comunidades.
Sabemos también que nuestro testimonio no puede nacer del recelo, el miedo o la condena visceral del mundo actual, sino desde un amor que se alimenta del amor de Dios “que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado25”. Sólo si amamos a los hombres y mujeres de hoy como los ama Dios, con sus problemas y conflictos, con sus contradicciones y miserias, con sus anhelos y pecados, con sus conquistas y fracasos, podremos ofrecerles nuestro testimonio filial y a mistoso de Él. Nuestro deseo no es condenar ni culpabilizar, sino invitar, animar, atraer hacia Dios y abrir caminos para el encuentro con Él.
Son palabras de Jesús: “Vosotros recibiréis una fuerza, cuando el Espíritu venga sobre vosotros y, de ese modo, seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra26”. ¿Cómo escuchamos nosotras ho y esta llamada a ser testigos? En la Iglesia hay pastores, hay teólogos, hay creyentes comprometidos en renovar la sociedad, hay comunidades parroquiales que sostienen y animan la fe de los creyentes, hay grupos y comunidades que buscan caminos nuevos de vida cristiana y evangelización . Todos contribuyen, desde su propia misión, a hacer de la Iglesia testigo de Cristo en el mundo. Nosotras, por nuestra parte, queremos contribuir mostrando la vida que Dios puede suscitar en una comunidad de mujeres cre yentes que, en medio de dificultade s, pecados y debilidades, buscan a Dios y se esfuerzan por acogerlo con un corazón sincero.
En un mundo donde se llega a decir que Dios está ausente o ha muerto, nosotras, con nuestra entrega radical a Él, queremos sugerir que es posible creer en Dios, e scuchar su Palabra, vivir en su presencia y saborear su amor.
En un mundo aparentemente satisfecho, pero donde no se apaga la sed de misterio, nosotras queremos mostrar que es posible saber algo de la “fuente” y entrever cómo se calma el anhelo de felicidad plena que ha y en el ser humano.
En un mundo donde contradictoriamente se acusa a Dios, sin creer en Él, de tanto mal inexplicable y de tanta injusticia cruel, queremos decir que es posible vivir junto a Dios frente a todo lo que daña y destruye al ser humano, pues creemos y confiamos que Él está en las víctimas sosteniendo su vida y dignidad, y está en los que luchan contra el mal alentando su trabajo.
En una sociedad dominada por el bienestar y la idolatría del dinero, nosotras nos atrevemos a mostra r que es posible vivir desde una pobreza voluntaria y una austeridad sencilla, sin estar pendientes de la posesión de las cosas y sin caer en el consumismo alocado dictado por la publicidad o las modas. Esta pobreza nos coloca un poco más cerca de los nece sitados, nos pone de su lado, nos hace más capaces de sintonizar con sus problemas y libera nuestro corazón para centrarlo en los verdaderos valores de la existencia.
En medio de una cultura individualista e insolidaria donde cada individuo y cada pueblo sólo parece preocuparse de sus intereses, queremos recordar que Dios nos llama a convivir en comunión y comunidad. Nuestras comunidades en las que convivimos en comunión hermanas de diferentes edades, cultura, procedencia, formación, quieren ser un signo humilde de un mundo más fraterno y solidario.
En la misma línea, nuestra acogida y hospitalidad a los que llaman a nuestra puerta, quiere ser recordatorio sencillo pero claro de que Dios está contra la exclusión, la discriminación, la xenofobia y el recha zo a los extranjeros.
En una sociedad donde el progreso tecnológico, la actividad económica o el ejercicio político, lejos de estar siempre al servicio de la persona, se subordinan con frecuencia al desarrollo material, el rendimiento, la competitividad o los intereses partidistas, nosotras queremos recordar a un Dios que siempre es defensor de la persona y de su dignidad.
En una sociedad donde crece la indiferencia al sufrimiento ajeno, y donde se debilita la acogida cálida a cada persona, nosotras queremos recordar que Dios es, antes que nada, Amor compasivo. Gritar con Jesús, de manera suave pero insistente: “sed compasivos como vuestro Padre del cielo27”. Nada quisiéramos más que introducir en esta sociedad un poco más de corazón. Que nuestras comunidades fueran, allí donde pueda llegar su testimonio silencioso, signo de que es posible tener misericordia, ofrecer amistad, desarrollar la escucha al que sufre, tratar con más cariño y afecto a las personas.
• Sembradoras de esperanza
La pérdida de horizonte, la incertidumbre ante el futuro, el vacío interior y el olvido de Dios están provocando una fuerte crisis de esperanza. No se sabe muy bien qué podemos esperar ni en quién podemos confiar. Entregadas a la búsqueda de Dios como lo “único necesario”, nosotras sentimos la llamada a ser testigos y sembradoras de esperanza.
Deseamos que nuestras comunidades sean en medio de la Iglesia y del mundo “comunidades de esperanza”. ¿Qué búsqueda de Dios sería la nuestra y qué contemplación de su Misterio de amor si nadie pudiera ver en nosotras la alegría inconfundible, la paz y la confianza de quienes viven “enraizadas y edificadas en Cristo28”?. Si nos encerramos en nuestros propios problemas y nos quedamos sin fuerza para despertar en alguien la esperanza en Dios, estamos defraudando algo esencial a nuestro carisma y misión.
Nuestra esperanza no es el optimismo que nace de unas perspectivas más halagüeñas para el futuro; no es olvido y evasión de los problemas. Es, antes que nada, una experiencia que brota de Dios. Un fruto del Espíritu, un regalo de Dios que hemos de acoger, cuidar y vivir sumergidas en su amor.
¿Cómo sembrar hoy esperanza y contribuir a despertarla y cultivarla desde nuestra vida monástica? Antes que nada, deseamos comunicar a Dios como el mejor Amigo, el único Salvador del ser humano. Que quienes nos conozcan puedan captar en nosotras lo que captaban de inmediato en Jesús: que Dios está siempre a favor de la Humanidad y en contra de todo lo que deshumaniza y destruye; que se hace presente en nuestra vida únicamente para salvar, liberar, perdonar y recrear. Esto nos exige reavivar y purificar la imagen de Dios que refleja nuestra vida, el lenguaje que empleamos al hablar de Él, la fe y la confianza inquebrantable en su amor salvador.
Queremos también recordarnos y recordar a todos que Dios sigue actuando. Él no está en crisis. Nada ni nadie puede bloquear su acción salvadora: “Si Dios está con nosotros ¿quién podrá algo contra nosotros?... Si entregó a su propio Hijo por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con el graciosamente todo29?. No queremos que se olvide en la Iglesia que “donde abundó el pecado, sobreabunda la gracia30”. Queremos vivir mu y atentas a los signos pequeños y frágiles que nos invitan a la esperanza. ¿No estamos viviendo una época germinal?, ¿no hay realidades que están siendo enterradas para que nazca una vida nueva?, ¿no es cierto que, si el grano no muere, no nace el trigo? Nosotras queremos hacer un poco más creíble a ese Dios que, con paciencia y amor de madre, va gestando un nuevo mundo. Ahora sufrimos, pero un día “se alegrará nuestro corazón y nadie podrá quitar nuestra alegría31”.
La esperanza que nace de Dios no tiene que ver con la pasividad, la resignación o el olvido del sufrimiento del mundo. Al contrario, despierta más el anhelo de trabajar y orar por ver realizado cuanto antes el pro yecto de Dios. Sufrimos al ver la distancia enorme que existe entre lo que Dios quiere para la Humanidad y la vida trágica de tantos hombres, mujeres y niños. No queremos vivir la esper anza de espaldas a la realidad. Que nadie interprete nuestro silencio monástico como un silencio cómplice que se resigna a las injusticias del mundo. No queremos ni podemos ser comunidades mudas ante el dolor de las víctimas inocentes, la agresión a las mujeres maltratadas o el desamparo de los inmigrantes. Queremos hablar con nuestra vida y, cuando la ocasión lo requiera, también con nuestra palabra y nuestro posicionamiento. Que nuestra manera de ser y de actuar, que nuestro modo de enjuiciar los aconteci mientos y reaccionar ante ellos, sean signo real de que estamos ahí, codo con codo, apo yando con nuestra oración, con todo nuestro ser y obrar, las grandes causas a favor de un mundo más justo y liberado.
Esta esperanza cristiana han de conocerla antes qu e nadie los pobres. De ellos es el reino de Dios. El Espíritu nos empuja a vivir siguiendo a Jesús, como portadoras de la Buena Noticia a los últimos: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Noticia32”. Sabemos que un cre yente, “ungido por el Espíritu del Señor”, siempre será portador de la Buena Noticia a los pobres. Pensamos en los “nuevos pobres” de nuestra sociedad que, en ocasiones, llegan hasta nuestras hospederías y locutorios . Todos necesitan, como nosotras necesitamos, conocer la esperanza. Nuestra escucha y acogida a ese número insignificante de personas sólo es símbolo de nuestra actitud ante los hombres y mujeres del mundo entero.
Un interrogante va despertándose cada vez con más fuerza en nuestro corazón de mujeres contemplativas: ¿no hemos de ser nosotras, en estos momentos, sembradoras de esperanza y portadoras de la Buena Noticia de Dios para ese mundo de mujeres que constitu yen la mitad se la Humanidad?, ¿podemos mantenernos de espaldas a los deseos del Papa Benedicto XVI desoyendo sus recientes palabras? “Yo creo que las mismas mujeres, con su impulso y con su fuerza, con su –por así llamarla - preponderancia, con su poder espiritual sabrán hacerse su espacio. Y nosotros tendremos que ponernos a la escucha de Dios para que no nos opongamos a Él sino que nos alegremos porque el elemento femenino obtenga en la Iglesia el puesto operativo que le conviene, comenzando desde la Madre de Dios y María Magdalena33”.
Habremos de buscar , es un compromiso específico de la hora presente, con imaginación creativa, los caminos que ha de seguir la vida monástica femenina para colaborar en una convivencia más justa, igualitaria y fraterna entre hombres y mujeres. Buscar nuestra manera propia d e contribuir a que cambie la mirada y la postura de la Iglesia toda hacia la mujer de manera que las diferencias de género no sean fuente de dominación o discriminación. Intuimos que nuestra mejor aportación ha de ser cultivar en nosotras esa “santidad de rostro femenino” que pedía y alababa Juan Pablo II: “Considero particularmente significativo el derecho de esa santidad de rostro femenino, en el marco de la tendencia providencial que se ha afirmado en la Iglesia y la sociedad de nuestro tiempo, reconocie ndo siempre de manera más clara la dignidad de la mujer y sus dones34”.
Desde nuestra propia identidad de mujeres cre yentes y contemplativas, podremos y deberemos recrear y ensanchar nuestro lenguaje sobre Dios, contribuir a ir liberando la fe cristiana de prejuicios y categorías dualistas que olvidan que en Cristo “no hay varón y mujer35” resistirnos a creer que el evangelio legitime la dominación, minusvaloración o exclusión de la mujer.
4.- NACER DE NUEVO
Siguiendo el lenguaje de Juan Pablo II en la Novo Millenio Ineunte , el Congreso de Vida Consagrada celebrado en Roma, hablaba de una llamada a “nacer de nuevo” , desarrollando “una nueva imaginación de la caridad” y “ unas actitudes nuevas” 36 para ho y. En esta misma línea, no quisiéramos concluir nuest ra escucha al Espíritu sin sugerir humildemente algunos caminos sencillos, concretos de conversión que nos parecen claros.
No nos llama hoy el Espíritu al pesimismo, a la desesperanza o a la resignación pasiva; tampoco a la impaciencia, al nerviosismo o al falso “providencialismo” de pensar que “vendrán tiempos mejores” sin nuestra renovación. Nos invita, más bien, a vaciar la vida monástica de f alsos miedos para confiar radicalmente en Dios y hacernos con honestidad las preguntas fundamentales: ¿cómo viv ir en actitud de búsqueda responsable?, ¿cómo disponer nuestros corazones a preparar caminos nuevos a la vocación monástica?, ¿cómo cultivar el discernimiento evangélico?, ¿cómo ser más fieles a lo esencial de nuestro carisma, sin dejarnos esclavizar por adherencias y añadidos socio -culturales que impiden vivir y testimoniar con transparencia al Dios vivo encarnado en Jesús?, ¿no tendríamos que revisar en profundidad ciertas costumbres, estructuras y normas para ver si sirven al momento actual?, ¿cómo podríamos crecer juntas en libertad de espíritu y audacia creadora?
• Centralidad de la “lectio divina"
La escucha de la Palabra de Dios a través de la “lectio divina” ocupa un lugar central en nuestra vida. Acercarse a la Palabra de Dios es, según expresión de l Concilio : “fuerza para la fe, alimento del alma y fuente pura y perenne de vida espiritual37”; leer asiduamente la Biblia conduce al “sublime conocimiento de Jesucristo38”. Es la Palabra de Dios la que ha de sostener y alimentar nuestra búsqueda apasiona da de Dios, nuestro seguimiento evangélico a Jesús y nuestra pasión por la Humanidad.
Nos sentimos llamadas a devolver a la “lectio divina” su centralidad en nuestra vida monástica, sin oscurecerla ni sustituirla por otras lecturas o devociones piadosas, sin descuidarla ni reducirla ya que es uno de los pilares de nuestra vida de contemplativas. Recuperar ese diálogo amoroso y transformador con Dios que nos permite escuchar día a día su voz, discernir su voluntad y trabajar nuestra conversión personal y co munitaria. Esto nos está pidiendo:
- una estima nueva y más profunda de la Palabra de Dios,
- una familiaridad connatural con el evangelio,
- una formación bíblica adecuada,
- una iniciación en la gran tradición de monjes y monjas que vivían rumiando la Pala bra de Dios y no conocían otro lenguaje que el del evangelio,
- un esfuerzo por aprender a leer la Biblia con ojos de mujer.
En una sociedad donde habitualmente se recibe todo tipo de mensajes, información o publicidad televisiva, donde tantos se comunican sin cesar por la telefonía móvil o viven conectados a Internet, asegurar en el corazón de nuestras comunidades este espacio sagrado para vivir comunicadas con Dios, a la escucha de su mensaje ¿no es poner un signo contracultural significativo y necesario en unos tiempos en que se olvida la voz de Dios?
• El cuidado del servicio divino
Nuestra búsqueda de Dios se vertebra en torno a la liturgia. Éste es el servicio fundamental de los monjes y monjas contemplativas a la evangelización. Nada es más importante para nosotras que la alabanza de su Nombre inefable, el reconocimiento de su obra salvadora, la acogida de su gracia y la disponibilidad a transformar el corazón. La eucaristía comunitaria, eje de la celebración de los misterios de Cristo a lo largo del año litúrgico, se prolonga en el silencio de nuestro corazón y en el canto meditativo de la comunidad. Todo lo que suponga desgastar las palabras y los gestos litúrgicos para caer en la rutina o el legalismo es secar la fuente de la que brota nuestra vida.
Esta celebración, signo eminente de la compasión de Dios hacia todos sus hijos e hijas e invitación perenne a la comunión, no puede ser una celebración nuestra cerrada, exclusiva y exclu yente, ni una liturgia of recida a otros como espectáculo sagrado. Nos sentimos llamadas, dentro de nuestras posibilidades, a promover y facilitar la participación de los fieles en la eucaristía (acogida en el templo, materiales explicativos, moniciones adecuadas, participación en los distintos servicios etc...). Idéntica participación hemos de promover en la Liturgia de las Horas, a yudando a las personas a descubrir la riqueza de los Salmos y su fuerza salvadora en momentos de depresión y angustia, de gozo, en la enfermedad, en la necesidad de perdón, en la acción de gracias o en la búsqueda de Dios.
Nuestras limitaciones son muchas. El descenso numérico de monjas en el coro, la enfermedad y las dolencias no nos permiten quizás una liturgia brillante y bella como en otros tiempos. Pero estas celebraciones, necesariamente hum ildes y pobres, pueden ser ahora más que nunca expresión de nuestra verdad y nuestra solidaridad con una Humanidad doliente y necesitada de salvación. Lo que no ha de faltar es la alegría verdadera y el cariño mutuo reflejado en nuestros rostros, la creati vidad que nace del amor, la ma yor sensibilidad al mundo de la mujer, el cuidado del contenido y del lenguaje en la oración de los fieles, el abrazo cálido de la paz, la acogida de la bendición y el compromiso de hacer nuevas todas las cosas.
• Acogida y hospitalidad
La acogida a quienes se acercan a nuestros monasterios es el cauce más visible de nuestro amor abierto a toda la Humanidad. No es alojar simplemente a unos visitantes en nuestras hospederías, sino abrir nuestra comunidad a hermanas y hermanos p ara que compartan con nosotras el pan material de nuestra mesa, el pan de la Palabra de Dios y el pan de la Eucaristía. La acogida no es una gestión que corresponde únicamente a la hermana hospedera, sino un acto que vive toda la comunidad que es quien aco ge al que llega “como al mismo Cristo en persona”39. Todas las hermanas tenemos algún quehacer en esta acogida: las que desde el lecho, ofrecen su oración y enfermedad; las que preparan con amor la comida; las que atienden y sirven directamente; las que dialogan con ellos y los escuchan fraternalmente en el locutorio; las que los preparan y a yudan a tomar parte viva en la celebración...
Nuestra acogida no se ha de regir por los criterios e intereses de un hostal; nuestro locutorio no es la recepción de un hotel; nuestro refectorio no es el comedor de un restaurante. Nadie debería confundirnos. Queremos recuperar el sentido profundo de la acogida monástica con nuestra predilección por los más pobres y necesitados, los más solos y perdidos, los más necesita dos de gestos de bondad y de amistad. Queremos actualizar ho y la ejemplar hospitalidad que ejercieron en el pasado muchas monjas acogiendo con predilección a la gente más pobre y menesterosa. Pensamos, sobre todo, en dos sectores de personas:
• La acogida a quienes se acercan a nuestros monasterios es el cauce más visible de nuestro amor abierto a toda la Humanidad
Formación renovada
Además de la conversión como actitud espiritual a la que nos compromete el voto de “conversión de costumbres” , el Espíritu nos llama ho y a una adaptación, a un cambio, más o menos intenso, de estilo de vida comunitaria y, sobre todo, a pensar de nuevo y valorar ciertos esquemas mentales y nociones monásticas; a estar disponibles para ajustar equilibradamente el pasado al pres ente, para vivificar la tradición en el mundo actual y para aproximar lo fundamental del monacato a nuevas situaciones, nuevos valores y nuevos ámbitos socioculturales.
Este proceso de conversión nos exige: volver al ideal originario, a las fuentes más g enuinas interpretándolas para poder distinguir lo esencial de lo secundario, discernir entre tradición y tradiciones, y conocer y estimar equilibradamente las características positivas, los signos, que se manifiestan en el contexto antropológico y cultural de nuestra época teniendo mu y en cuenta las necesidades más urgentes de nuestro tiempo40.
Esta renovación exige un cuidado especial de la formación. Lo recordaba el Vaticano II: “La renovación de los institutos, depende en gran medida de la formación de sus miembros que se han de esforzar durante toda la vida en perfeccionar esta cultura espiritual, doctrinal y técnica41”.
Acogemos esta llamada a cuidar el tema de la formación. En un mundo en continua evolución y progreso, las comunidades no podemos co nformarnos con unos conocimientos elementales adquiridos en una etapa de nuestra vida, sino que se impone una actualización, una formación sólida, tanto en la etapa de formación inicial como a lo largo de toda la vida, formación permanente. Una formación integral que abarque la maduración humana, la identidad femenina, la fe cristiana, la espiritualidad monástica, la formación bíblica.
Es necesario introducir en nuestros monasterios un conocimiento cualificado sobre la situación, sobre los valores y los defectos de nuestro tiempo y escoger personas competentes para tratar diversos aspectos de la actualidad eclesial y social. Si no tenemos un conocimiento y una capacidad de acoger la nueva realidad socio -religiosa actual, nuestra vida de oración permanecer á fuera del contexto vital de la Iglesia y de los hombres, y se alejará de los horizontes de un mundo, que es el nuestro . Si nuestros monasterios no están informados y sensibilizados por conferencias regulares y coherentes, por comentarios sobre temas espe cíficos desarrollados por personas preparadas sobre cómo van ho y las cosas, cuáles son las tendencias y el pensamiento dominante en exégesis y teología, ¿cómo podrán comprender las monjas ma yores la mentalidad de las jóvenes que son las potenciales candida tas a la vida monástica42?.
Soñamos con un monacato femenino con todas las cualidades de madurez, de sabiduría, de santidad. Más que un sueño se trata de una necesidad para que nuestros monasterios puedan seguir viviendo de una forma cualificada. Hemos de actuar con realismo. Necesitamos, en concreto, encontrar el equilibrio necesario entre trabajo y formación. El trabajo remunerado, base de nuestra subsistencia, nos ocupa bastantes horas de nuestra jornada, más de las deseadas. También el envejecimiento p rogresivo de nuestras comunidades requiere el servicio y la dedicación de nuestras hermanas más jóvenes en detrimento de su formación. Es, pues, misión de las responsables de nuestras comunidades enseñar, instruir y hacer madurar a cada monja; establecer u nos criterios y unos tiempos que aseguren una formación adecuada. Por otra parte, es responsabilidad de cada monja tomar conciencia de esta necesidad de formación para dar razón y testimonio de nuestra fe y de nuestra vocación monástica en medio del mundo.
La calidad de la vida consagrada, de la participación real y corresponsable de la propia comunidad así como la posibilidad de dar una respuesta válida a los desafíos del mundo contemporáneo con creatividad y v alentía, exige de todas y cada una de nosot ras un proceso de constante crecimiento, de discernimiento y de apertura al Espíritu.
A MODO DE CONCLUSIÓN
La llamada del Espíritu es fuerte, nuestras fuerzas se debilitan de año en año. Nuestras comunidades siguen envejeciendo. Echamos en falta la savia nueva de monjas jóvenes. No es fácil la creatividad y la renovación cuando se llevan muchos años viviendo de costumbres y hábitos de vida envejecidos. ¿Estamos asistiendo al final de nuestros monasterios? ¿Puede renacer de nuestras comunidades un nuevo monacato?
Quiero terminar esta meditación escuchando con vosotros la Palabra de Dios por medio del profeta Ezequiel: “Así dice el Señor a estos huesos: He aquí que yo voy a hacer entrar el Espíritu en vosotros y viviréis. Os cubriré de nervios, haré crecer sobre vosotros la carne, os cubriré de piel, os daré un espíritu y viviréis; y sabréis que yo soy el Señor”43.
Es difícil pensar que de unos “huesos secos” pueda nacer la vida. Pero Dios puede “hacer entrar” su Espíritu en ellos y hacerlos vivir. Tal vez es nuestra primera tarea, la única: dejar entrar en nuestros monasterios el Espíritu de Dios. No será fácil. Requerirá tiempo, paciencia y f idelidad. Deberemos liberarnos de miedos, cobardías y egoísmos. Será un proceso lento. Una conversión cuyo final tal vez no veremos, pero cuyo proceso expresan bien las palabras del profeta:
“Os cubriré de nervios” : primero será necesario renovar las líneas de fuerza esenciales que apunten hacia un nuevo monacato;
“haré crecer sobre vosotros la carne” : el nuevo espíritu tendrá que tomar cuerpo encarnándose en nuevas formas de vida;
“os cubriré de piel” : tendremos que saber adaptarnos al mundo de ho y, sin conformarnos con él, y a las necesidades de la Humanidad actual.
Dios nos dará su Espíritu y viviremos. Seremos pocas o muchas. Seremos jóvenes o ma yores. Pero, entre nosotras habrá vida. Sabremos que Dios es el Señor.
1 No me es posible agradecer a todos los que me han iluminado con su reflexión. Me permito citar solamente a Olegario González de Cardedal, “Soledad y solidaridad. Sentido de la vida monástica en el cristianismo” en Raíz de la esperanza. Sígueme. Salamanca, 1995, 341-390; y a Patricia Henry, osb, “La vida monástica y la misión de la mujer consagrada” Cuadernos Monásticos 114, 1995 (353-374)
2 1 Corintios 6, 11
3 Juan 20, 22
4 Juan Pablo II, Novo Millenio Ineunte, 50
5 Regla de san Benito: “si de veras busca a Dios, si pone todo su celo en el servicio de Dios...” (58,7)
6 Cassiá M. Just. “Regla de san Benito con glosas para una lectura actual de la misma” Zamora, 1983, 251-252
7 Salmo 68, 33
8 Sabiduría 8,16
9 Juan 14,6
10 1 Corintios 12,3
11 Romanos 8,9
12 1 Juan 4,16
13 Regla de san Benito 72,11
14 1 Corintios 3,11
15 Romanos 8,35-39
16 Patricia Henry , “La vida monástica y la misión de la mujer consagrada” Cuadernos monásticos 114, 1995, pág. 363
17 Evagrio, “Tratado de oración” 124:PG 79, 1193 18 Juan 20,17
18 Juan 20,17
19 Gaudium et spes nº1
20 1 Corintios 12,7
21 Texto de santa Teresa de Lisieux citado por Juan Pablo II en su encíclica “Novo Millenio Ineunte”42
22 22 Hebreos 7,25
23 Salmo 27,9
24 Secuencia del Domingo de Pentecostés
25 Romanos 5,5
26 Hechos 1,8
27 Lucas 6,36
28 Colosenses 2,6
29 Romanos 8,31-32
30 Romanos 5,20
31 Juan 16,22
32 Lucas 4,18
33 Entrevista a Bayerischer Rundfunk (ARD); 2DF; Deustsche Welle; Radio Vaticano (05.08.06); Vida Nueva , nº 2531,18
34 Juan Pablo II. Carta apostólica en la proclamación de nuevas patronas de Europa (Brígida de Suecia, Catalina de Siena y Teresa Benedicta de la Cruz (1 de octubre de 1994)
35 Gálatas 3,28
36 Documento final; Lo que el Espíritu dice a la Vida Consagrada en “Pasión por Cristo, pasión por la Humanidad”. Congreso Internacional de la Vida Consagrada. Publicaciones Claretianas. Madrid 2005, 351-364
37 Constitución Dei Verbum 21
38 Constitución Dei Verbum 25
39 Regla de san Benito 53
40 Ramón-Pius Tragrán. “Vida monástica: una conversión continua” Cuadernos Monásticos 52. 2001, págs 324-325.
41 Perfectae Caritatis 18
42 Ramón-Pius Tragán. “Vamos a establecer una escuela del servicio divino” Cuadernos Monásticos 55. 2003, págs. 86-95
43 Ezequiel 37,5-6