Hacia una comunidad reconciliada, de alabanza a Dios y de acción de gracias

02 comunidad reconcilidadaA lo largo de estos días hemos profundizado en varios niveles de la teología de la vida comunitaria: tanto en su dimensión sacramental como en otros aspectos de la misma. Ahora me toca a mí descender a la vida cotidiana.

De manera sencilla y desde mi experiencia de vida monástica, quiero compartir con vosotros/as lo que veo, siento y entiendo acerca de cómo llegar a ser una comunidad reconciliada, agradecida y entregada a la alabanza a Dios. El objetivo de mi exposición será, pues, ofrecer algunas sugerencias en esta dirección por si os pueden ayudar.

La comunidad es algo vital en la vida monástica. Según Juan Pablo II, «toda la fecundidad de la vida religiosa depende de la calidad de la vida fraterna en común. Más aún, la renovación actual en la Iglesia y en la vida religiosa se caracteriza por una búsqueda de comunión y de comunidad1». Se entienden los esfuerzos que se vienen haciendo estos años para profundizar en la teología de la comunidad y en su contenido antropológico o para aprender las claves sicológicas de la convivencia grupal.

Sin embargo, no es fácil vivir y crecer en comunidad. Todos lo sabemos. Las palabras más hermosas y los esfuerzos más generosos chocan con frecuencia con las limitaciones y pobreza de nuestra convivencia comunitaria. ¿Qué podemos hacer? ¿Resignarnos a que todo siga igual? ¿Preocuparnos sólo de sobrevivir cuidando únicamente de las propias necesidades? Por supuesto que estas no son respuestas dignas del espíritu monástico. Pero, ¿de dónde puede venir una verdadera renovación? ¿De la transformación de algunas costumbres y estructuras? ¿Del aprendizaje de técnicas de convivencia? Sin duda, todo eso puede ser conveniente y hasta necesario, pero, personalmente, creo que es insuficiente. La renovación de la comunidad monástica sólo puede producirse si acertamos a vivir de la experiencia del don de Dios. El amor gratuito de Dios acogido con fe gozosa, es el que puede generar una comunidad capaz de vivir reconciliada, en alabanza y acción de gracias a Dios.

Mi exposición tiene dos partes que se articulan entre sí. La primera está centrada en la acogida a Dios: ¿cómo puede nacer y crecer en nuestros monasterios una comunidad nueva acogiendo en silencio el amor de Dios, escuchando su Palabra de salvación y abriéndose al don definitivo de Dios que es Jesucristo? La segunda parte está centrada en la respuesta a Dios: ¿Cómo aprender a crecer como comunidad salvada que vive alabando a Dios y dándole gracias sin cesar? ¿Cómo la respuesta a Dios puede hacer de la comunidad monástica una fuente de bendición para el mundo y para la Iglesia de hoy? En el trasfondo de esta ponencia hay una convicción: quisiera mostrar que, para reavivar hoy la comunidad monástica, hemos de cuidar las principales fuentes de nuestra espiritualidad: el silencio, la escucha de la Palabra de Dios (lectio divina), el canto de la alabanza a Dios (opus Dei) y la acción de gracias de la eucaristía. De ahí podemos ir renaciendo como comunidades reconciliadas en Cristo Jesús, que viven en acción de

gracias y alabanza al Padre, y son fuente de bendición para el mundo y la Iglesia de hoy.

1. UNA COMUNIDAD QUE ACOGE EL DON DE DIOS

La comunidad monástica, antes de ser un proyecto humano o una meta a conseguir con el esfuerzo de todos, es un don de Dios, un regalo. De ahí que lo primero sea aprender a vivir acogiendo el amor de Dios que nos hace hermanos/as. Aprender a construir sobre la gracia o, mejor, desde la gracia. Educar a la comunidad en la gratuidad: vivir experimentando día a día cómo la acogida del amor salvador de Dios va generando la unión de corazones, la alegría comunitaria, la alabanza y la gratitud.

1.1 Aprender a vivir acogiendo el amor de Dios en silencio 

Lo primero que hemos de cuidar es la acogida del amor de Dios en silencio contemplativo2.

■ El silencio monástico, acogida del amor de Dios

El silencio monástico no es simplemente la obediencia a una observancia externa, ni un factor a tener en cuenta para facilitar la convivencia, asegurar un clima tranquilo o evitar ruidos molestos. Es la realidad básica que hace posible la contemplación y la acogida de ese amor de Dios que engendra a la comunidad. Por supuesto que no estamos hablando simplemente de un silencio externo, mientras que nuestro mundo interior está lleno de ruidos; tampoco de un silencio que sirve para vivir cómodamente de espaldas a los demás, encerrados en los propios intereses y desentendidos de la vida de los hermanos.

Estamos hablando de una comunidad que se siente llamada a vivir en silencio ante Dios: a callarse ante su Misterio inefable para acoger confiadamente su amor. Este silencio sólo es posible si la comunidad se siente seducida y atraída por el Misterio de Dios. Es un silencio buscado por todos/as para no perderse su mirada amorosa, para saborear la vida en su fuente, para acoger su amor como «presencia fundante».

Semejante silencio no es, evidentemente, un vacío sin ruidos. En lo más hondo de tal silencio personal y comunitario, y como impregnándolo todo, está la experiencia del amor de Dios. Los/as monjes/as no buscamos simplemente paz, recogimiento o armonía interior. Buscamos a Dios: disfrutar y padecer su presencia amada. Estar ante Dios, vivir con él y de él, encontrar en su amor lo que el corazón humano desea, con un anhelo que nada ni nadie puede curar.

Cuando en la comunidad no se vive en clima de silencio contemplativo se cae fácilmente en la dispersión y la mediocridad. Desconectados de la contemplación callada de Dios, los monjes y las monjas, quedamos a merced de toda clase de solicitaciones, añoranzas y proyectos. Perdida la atracción por Dios, comenzamos a vivir atraídos por otros intereses. Sin ese silencio que debe envolver la vida del monasterio invitándonos a la contemplación, no es posible vivir ante el don de Dios.

Tal silencio exige ascesis y disciplina. Hemos de ayudarnos unos a otros a vivir nuestra vocación a la contemplación: cuidar el silencio, invitarnos al silencio, exigirnos el silencio. Hemos de contribuir con nuestro silencio personal a crecer como comunidades calladas, vueltas hacia Dios. Ver al hermano/a caminar o trabajar en silencio, verlo/a entrar en su celda o acudir a la oración en recogimiento, nos ha de recordar nuestra vocación. Por el contrario, quien rompe el silencio introduciendo ruido o palabras innecesarias, quien contagia agitación o falta de recogimiento está debilitando a la comunidad. Está impidiendo de raíz la debida acogida del amor de Dios en aquella comunidad.

■ Acoger el amor de Dios engendra comunidad

Acoger a Dios en silencio contemplativo tiene una fuerza transformadora insospechada, pues acoger juntos su amor es empezar a compartir su presencia amorosa en el interior de la comunidad3. Recibir a Dios como don nos invita a acercarnos a los/as otros/as como don de Dios: cada persona es don y gracia si sabemos acogerla desde Dios. Dejarnos mirar por la mirada compasiva de Dios nos inclina a mirar al hermano con ojos y corazón compasivo. Gozar y disfrutar del amor de Dios conduce a gozar y disfrutar del amor y la amistad del hermano o de la hermana.

La acogida callada del amor de Dios engendra antes que nada comunión. Impide que se desarrollen en la comunidad actitudes individualistas y conductas excluyentes, pues nos llama a pasar del individualismo a la comunión y de la pasividad egoísta a la colaboración creativa. Aúna, asimismo, nuestros corazones, ayudándonos a superar distanciamientos, haciendo desaparecer el aislamiento cómodo, alimentando de forma nueva nuestra amistad. No es posible acoger a Dios y vivir separado de los demás. El monje o la monja que entra en la dinámica del silencio acogedor de Dios, no sólo vive como miembro de la comunidad sino que siente el gozo de la pertenencia amorosa y creativa a una comunidad que desea vivir acogiendo a Dios.

Más en concreto, la acogida del amor de Dios va haciendo de la comunidad un «lugar de perdón y reconciliación» constantes4. En la comunidad monástica hay pecado, egoísmos, ruptura e infidelidad. No hemos de olvidar que la comunidad que busca acoger a Dios, es una comunidad débil, pecadora y llena de limitaciones. El perdón de Dios, acogido gozosamente en el silencio contemplativo, es el que ayuda a los monjes/as a introducir en la comunidad el perdón como «experiencia fundamental» para su crecimiento. Vivir como perdonados por Dios y perdonando a los demás es un don. El mejor con el que cuenta la comunidad monástica para vivir renovándose constantemente en su vocación. Cuando experimentamos agradecidos/as el perdón de Dios es difícil vivir sin perdonar. Este perdón recibido como don es el que construye la comunidad reconciliándonos entre sí y con Dios. Este perdón hemos de agradecerlo, cuidarlo y favorecerlo como «la dinámica esencial de la salvación» de la comunidad.

En la comunidad monástica no sólo hay pecado. Hay también heridas, frustraciones, conflictos, humillaciones, enfermedades y sufrimientos ocultos. Puede haber hermanos/as desatendidos, postergados, poco amados; personas cogidas por el miedo, la tristeza, la nostalgia o el desgaste; monjes o monjas que sufren por la depresión, la inseguridad o la crisis de fe. La acogida contemplativa del amor de Dios puede hacer de la comunidad un «lugar de curación» pues hace crecer el respeto, la confianza mutua, la atención y el trato delicado, va transformando ciertos recelos y temores en reconocimiento del otro. Las miradas se hacen más cálidas, los gestos más sinceros y cariñosos. El amor de Dios invita a la acogida mutua, al servicio humilde al enfermo, al deprimido, al triste, al tentado. Resumiendo: la acogida de Dios como don y amor gratuito nos va conduciendo hacia una comunidad reconciliada, sanada y salvada

1. 2. Aprender a vivir escuchando la Palabra de Dios

En el interior del silencio monástico no hay vacío. Al callarnos ante el misterio insondable de Dios, comenzamos a escuchar su Palabra de salvación. Al acallar nuestras palabras, empezamos a percibir la de Dios. ¿Cómo aprender a escuchar esta Palabra que, dirigida a cada uno en lo íntimo del corazón, nos está llamando a toda la comunidad a vivir en el perdón, la alabanza y la acción de gracias?

■ La «lectio divina», escucha de la Palabra de Dios

El silencio monástico alcanza su verdad más honda cuando los/as monjes/as aprendemos a vivirlo con los oídos del corazón muy atentos a la Palabra de Dios. De ahí la importancia de «educar el oído» de la comunidad para escuchar a Dios. La vida monástica sólo es posible cuando la comunidad aprende a vivir escuchando a Dios; cuando, a lo largo de los días, los/as monjes/as «permanecemos» en la Palabra de Dios hasta que esa Palabra desvele a toda la comunidad la verdad y la fuerza salvadora que necesita.

Las comunidades monásticas estamos llamadas a ser comunidades habitadas por la Palabra de Dios. Espacios contemplativos donde todo invita a escuchar la voz de Dios, donde los/as monjes/as nos ayudamos, nos exigimos y nos estimulamos a vivir, no con un corazón sordo a la Palabra de Dios sino con corazón sensible, dócil, atento a toda palabra que viene de Dios. Esta es la primera palabra de la Regla de san Benito: «Escucha, hijo, e inclina el oído de tu corazón»5. Las comunidades contemplativas estamos llamadas a vivir con el oído del corazón inclinado a escuchar a Dios. Y todos hemos de ayudarnos a orientar el corazón de la comunidad, hacia esa escucha sin entorpecerla con palabras, discusiones u opiniones que brotan de otras fuentes y nos alejan de la voz de Dios. Así nos advierte san Benito: «No somos oídos por el mucho hablar sino por la pureza del corazón»6.

Son muchos los lugares y momentos en los que la comunidad monástica puede vivir la experiencia de escuchar la Palabra de Dios a lo largo de los días y del año litúrgico, pero la tradición monástica otorga una importancia vital e insustituible a la «lectio divina»7. Una lectura de la Biblia que puede ser descrita de manera sencilla y breve como una lectura «atenta, meditada, orada, vivificante, interior» (Jean Leclerq). Esta lectura diaria es la que nos asegura a los monjes y monjas el contacto asiduo, confiado y gozoso con la Palabra de Dios que sostiene y hace vivir a la comunidad en la fidelidad a su vocación.

Por eso, esta lectura de la Palabra de Dios ocupa un lugar central en la vida monástica y no puede ser sustituida por la acumulación de otras prácticas religiosas de carácter devocional o secundario. Cuando los/as monjes/as no somos fieles a la «lectio divina» porque la subordinamos a otras tareas, o la sustituimos por otras lecturas y estudios de naturaleza diversa, estamos debilitando a la comunidad. Esa comunidad de mis hermanos/as no puede contar conmigo para ser y vivir como comunidad habilitada por la Palabra de Dios.

Para reavivar la «lectio divina» en nuestros monasterios necesitamos, sin duda, cuidar nuestra formación bíblica, pero, al mismo tiempo y tal vez antes, necesitamos recuperar la espiritualidad de vivir de la Palabra de Dios que leemos en el texto bíblico:

-Aprender a entrar en la inteligencia del texto en actitud de escucha dócil, humilde y gozosa de esa Palabra que pone verdad en mi vida y en la comunidad.

-Aprender a estudiar la Palabra buscando a Dios, llamando a su puerta, abriéndonos a su amor.

-Aprender a «meditar» haciendo descender la Palabra de Dios de la cabeza al corazón atendiendo aquella observación de san Agustín «Al que traga… se le olvida lo que ha oído. Por el contrario, no se olvida el que reflexiona y reflexionando rumia y rumiando goza».

En pocas experiencias puede el monje crecer en su vocación contemplativa como en la «lectio divina», si sabe vivir lo que sugiere un texto anónimo del siglo XIII: «Tu contemplación es verdadera cuando conoces y comprendes, cuando quieres y deseas, cuando gustas y saboreas sólo a Dios».

Este contacto contemplativo con el texto bíblico nos lleva a penetrar progresivamente en la Palabra de Dios cada vez con más hondura abriéndonos a la novedad de Dios. Nos invita a comentar y compartir con los demás la Palabra que hemos escuchado. Nos invita, sobre todo, a traducir en vida las palabras que escuchamos a Dios. Entonces nos convertimos de alguna manera en «Palabra de Dios» vivida y sembrada en medio de la comunidad. De san Nilo se dice que le gustaba afirmar: «Yo interpreto la Escritura con mi vida». Una comunidad donde los/as monjes/as viven escuchando ardientemente la Palabra de Dios en la «lectio divina» no se desmorona. Vive en estado de renovación y conversión constantes.

La escucha de la Palabra de Dios genera comunicación y diálogo

Cuando vivimos escuchando día a día a Dios, comenzamos a hablar de otra manera a los/as hermanos/as. Las mejores palabras que llevamos en el corazón son las que hemos escuchado a Dios: palabras buenas que no hacen daño, palabras llenas de verdad que no introducen mentira ni ambigüedad en la comunidad, palabras cargadas de amor y compasión. Palabras que hemos aprendido de Dios y no de los hombres. Palabras que hemos escuchado en silencio ante Dios, no en el ruido de nuestras críticas, murmuraciones, condenas, quejas o envidias. Estas palabras escuchadas a Dios son las que generan comunicación y diálogo auténtico en la comunidad monástica.

La falta o la pobreza de comunicación entre los/as monjes/as debilitan a la comunidad. Nos hacen vivir como desconocidos y extraños y crean situaciones de aislamiento y soledad. La comunidad monástica necesita silencio pero también una comunicación que alimente la confianza mutua y la amistad fraterna. Quienes escuchan en silencio la Palabra de Dios son los que mejor pueden generar o reavivar esta comunicación. Ellos/as pueden introducir en la comunidad palabras libres y sinceras, palabras responsables, maduradas en el silencio ante Dios, no palabras ligeras y precipitadas, palabras infantiles, nacidas de nuestra pequeñez y mediocridad.

Por otra parte, la comunidad monástica necesita diálogo. Sin diálogo es difícil discernir la verdad de Dios. La ausencia de diálogo fractura a la comunidad y crea existencias paralelas y yuxtapuestas. No se escucha la verdad de todos. Siempre hay quien impone su propia voluntad aunque no sea la que mejor responde a la de Dios. Por eso es tan importante que se escuchen en la comunidad palabras escuchadas por los monjes en el silencio ante Dios.

En nuestras comunidades monásticas se necesita aprender un lenguaje nuevo nacido de la escucha a Dios. Un lenguaje hecho no de palabras autoritarias que imponen, ordenan o presionan, sino de palabras que proponen, invitan y ofrecen caminos de búsqueda. Palabras santas, palabras proféticas que invitan a todos/as a la conversión. Palabras cargadas de fe y esperanza, que no matan la alegría de la comunidad sino que la despiertan. Palabras que no desalientan sino que elevan y ensanchan el horizonte. Palabras de vida, acompañadas de gestos de bondad hacia todos. 

■ Aprender a vivir acogiendo a Jesucristo

Acogiendo en silencio el amor de Dios y escuchando fielmente su Palabra de salvación, la comunidad monástica no hace sino acoger desde su propia vocación cristiana a Jesucristo, el gran don del Padre en el que se nos ha revelado definitivamente el amor de Dios a la Humanidad.

El silencio lleva a la comunidad monástica a acoger el amor de Dios, pero no como una realidad etérea y abstracta, sino como un amor que, en concreto, se ha encarnado en Jesús. «Tanto amó Dios al mundo que nos ha dado a su Hijo único… no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él»8. Jesús es el gran don de Dios. En él podemos contemplar hecho carne el amor insondable del Padre a sus hijos e hijas. «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único que está en el seno del Padre, él lo ha contado»9. La comunidad monástica no puede contemplar a Dios, pero puede estar en silencio ante Jesús para escuchar lo que «él nos ha contado» con sus palabras y con su vida entregada a los más pobres, pequeños e indefensos. Por eso, para la comunidad monástica, acoger el don de Dios y su amor gratuito significa «no anteponer nada a Cristo»10.

Por otra parte, escuchar la Palabra de Dios lleva a la comunidad monástica a acoger a Jesús y su mensaje, a seguir sus pasos. Es verdad que «en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios»11. Pero esa Palabra «se ha hecho carne»12 y ha habitado entre nosotros; por eso, «la gracia y la verdad nos llegan de Jesucristo»13.

La «lectio divina» culmina en la «lectio evangelica», en la escucha de la Buena Noticia de Jesús pues, en el pasado, Dios habló de manera fragmentaria y de muchos modos por medio de los profetas, pero, «en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo»14.

De esta manera, Jesucristo, Palabra encarnada de Dios y don supremo del Padre, acogido, amado y seguido con pasión por los/as monjes/as, se convierte en «piedra angular» de la comunidad monástica. «Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto»15. Tampoco hoy.

2. UNA COMUNIDAD QUE RESPONDE A DIOS EN ACTITUD DE ALABANZA Y ACCIÓN DE GRACIAS 

La acogida silenciosa del amor de Dios y la escucha fiel de su Palabra van enraizando a la comunidad en las actitudes más genuinas ante Dios: la alabanza y la acción de gracias. Al dejarse penetrar en un silencio cada vez más profundo por el don de Dios, en la comunidad se despierta la admiración y la alabanza. Al escuchar y acoger la Palabra de Dios, ésta se vuelve al Padre desde el corazón de los monjes en forma de bendición y acción de gracias. La alabanza y la acción de gracias constituyen así la identidad, el corazón y el horizonte de la vida comunitaria de los monjes y de las monjas.

2.1 Aprender a vivir alabando a Dios

Lo primero que hemos de recuperar en la comunidad es la alabanza a Dios: aprender a vivir todos estrechamente unidos en «la alabanza de su gloria»16.

■ Vivir en actitud de alabanza

Para aprender a alabar a Dios, es necesario dilatar nuestro corazón y ensanchar la mirada de la comunidad:
-Olvidar nuestros pequeños intereses, nuestras tensiones y conflictos para vivir en el horizonte del amor insondable de Dios.
-Borrar nuestras tristezas con la alegría de la alabanza.
-Liberarnos de nuestras pequeñeces con la emoción ante su grandeza.

Es necesario, al mismo tiempo, educar nuestra mirada:
-Aprender a mirar el mundo en su verdad, con una mirada despojada de toda codicia, celebrando la vida como don de Dios.
-Contemplar las cosas y mirar a las personas con afecto y ternura, en su bondad y su gratuidad, con ojos libres de ataduras o intereses egoístas.
-Ir siempre más allá de las primeras sensaciones e impresiones para captar en el interior de la existencia el origen y la fuente de su grandeza.

Cuando se acoge así la realidad, ya nada es profano, ni siquiera los objetos y utensilios más modestos17. Esto es posible cuando se vive todo desde una actitud positiva: amando a las personas, vibrando con la vida de todos los vivientes, apreciando el aire, el cielo, el sol, los árboles o las montañas, los animales, saboreando la belleza, la música, el arte o la poesía, admirando el progreso humano, los logros de la ciencia o la fuerza de la técnica para mejorar la vida.

La comunidad se va disponiendo para la alabanza cuando nuestro corazón se dilata, nuestra mirada se ensancha y nuestra actitud ante la vida y ante el mundo entero se va haciendo más positiva. Pero la alabanza se despierta propiamente en nosotros, cuando aprendemos a captar «la gloria de Dios oculta en los seres»18 y cuando descubrimos su presencia salvadora en la historia apasionante de la humanidad. Es decir, cuando no nos detenemos en las obras, sino reconocemos al Dios Creador y Salvador que es el origen misterioso y el destino gozoso del mundo y de la humanidad.

El primer lugar de la alabanza es la creación. Hemos de aprender a alabar al Creador a través de todo lo que existe y por todo lo que existe. El Universo «narra la gloria de Dios»19. Así dice el salmista. Pero nosotros/as hemos de aprender a captar cómo esa creación está cantando sin voz la gloria del Creador y hemos de saber, después, unirnos a todos los seres para ser su voz y para liberar esa alabanza incesante pero muda del universo, elevándola con amor hasta Dios. Hemos de aprender el arte de alabar a Dios con todas sus criaturas: abrazar con afecto y devoción a todos los seres creados; sentirnos, como Francisco de Asís, «hermanos» y «hermanas»; pedir que nos revelen algo del Creador, su fuerza y su bondad, su hermosura y su amor; dejar que nos inspiren la alabanza y nos ayuden a confesar y celebrar al Creador. Por este camino de alabanza a Dios Creador, la comunidad va encontrando su verdadero lugar en el mundo.

El segundo lugar de la alabanza es la historia de salvación. En ella alcanza su culminación la alabanza cristiana, que brota de una actitud de asombro y admiración ante el misterio de Dios encarnado en Jesucristo. Se despierta en nosotros/as al descubrir que «Dios es bueno» y «su misericordia no tiene fin»20. No se puede decir nada más grande en menos palabras. Lo que despierta el júbilo y la alegría incontenible de los creyentes es el «amor loco de Dios»21 captado en la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, intuido en los signos que nos hablan del crecimiento del Reino de Dios, contemplado en la acción del Espíritu en la Iglesia y en el mundo, y experimentado en nuestra propia historia personal.

La celebración del Opus Dei 

Cuando se siente a Dios en todo, la alabanza no cesa. Los/as monjes/as no hacemos sólo actos de alabanza; nuestro ideal es vivir en «estado de alabanza». Queremos alabar a Dios con los labios pero, sobre todo, con la vida. Vivir bendiciendo a Dios en silencio y con palabras, calladas ante su Misterio santo o haciendo resonar nuestro júbilo en el canto. Queremos alabar a Dios de día y de noche; entrar en el silencio del sueño adorando a Dios y despertarnos por la mañana cantando su alabanza.

Bendecimos a Dios en los gozos y alegrías, pero también en el dolor y la pena. Nuestra alabanza sube a Dios desde nuestro mundo de sufrimiento y de pecado. Unidos/as a los últimos de la tierra y solidarizados con su impotencia y su dolor, alabamos con lágrimas al Dios de la esperanza. Nuestra alabanza de hoy es anticipación de la alabanza eterna de mañana. Ahora alabamos con lágrimas en los ojos; entonces cantaremos con júbilo y risas. Aquí alabamos mientras caminamos hacia Dios; allí estaremos cantando con él. Hoy nuestra alabanza nace de la esperanza; entonces toda nuestra vida consistirá en cantar y disfrutar con todos sus hijos e hijas de la fiesta del amor y la ternura de Dios.

La celebración de las Horas -Opus Dei- es la experiencia central de la comunidad de alabanza, el espacio en el que, unida a la Iglesia orante, se expresa y se realiza como comunidad de «alabanza perenne a Dios». Ocupa un lugar relevante en nuestra vida, pues deseamos ser fieles a la exhortación de san Benito de: “No anteponer nada a la obra de Dios”22. No deberíamos celebrarla de forma rutinaria, ni como una obligación, ya que es un momento trascendente de encuentro festivo en el que celebramos la vida, en el que ponemos ante el Señor todos los sentimientos, un elemento esencial en la construcción de la vida de nuestra comunidad. Nuestra celebración debe de ser abierta e invitadora. Exige, por nuestra parte, responsabilidad, entrega, esfuerzo cotidiano y alegre ya que por su medio se nos da la oportunidad de dar gloria a Dios en nombre de toda la Creación y de todos los hombres.

Esta celebración de las Horas es la que sostiene nuestra alabanza de día y de noche, en la sucesión de las horas y a lo largo del año litúrgico. Ella alimenta y enriquece la alabanza de todos. Es la experiencia que educa a la comunidad para vivir en la adoración, la fascinación y la celebración de Dios.

Recitando los salmos, vibramos con los sentimientos más hondos del mundo:
- Si el salmo “invoca”, nosotros/as invocamos;
- Si el salmo “gime”, nosotros/as gemimos;
- Si el salmo “se queja”, nosotros/as nos quejamos;
- Si el salmo “espera”, nosotros/as esperamos;
- Si el salmo “bendice”, nosotros/as bendecimos 23 .

Todos estos sentimientos van quedando envueltos, por el canto del salterio, en una atmósfera de alabanza. Alabanza que es la razón de ser de la comunidad, su deber esencial, su definición. Esto quiere ser nuestra vida: alabanza viviente a Dios, bendición, canto hecho vida24 .

Por eso nuestra alabanza no cesa al abandonar el coro. El canto de nuestros labios expresa nuestra voluntad de vivir todo el día alabando juntos/as a Dios. La Liturgia de las Horas es una invitación a vivir las horas de cada día como un “cántico nuevo” que estrenamos cada mañana para Dios. La fuerza, la salud espiritual y el crecimiento de la comunidad dependen de su poder de alabar y bendecir a Dios.

La celebración de las Horas fortalece y aumenta, tanto el sentido interno de la vocación monástica, como la comunión entre los/as hermanos/as. Es importante que cada uno/a dé lo mejor de sí como una de las principales maneras de entregarse a sí mismo/a a Dios, en y mediante la comunidad. Cada aspecto de nuestra participación es un acto de amor, no una obligación, una experiencia de comunión. Incluso el llegar a tiempo es un acto de amor fraternal para no molestar a las demás con nuestro retraso.

Esta alabanza construye a la comunidad pues une los corazones, aúna las voluntades. La crítica, la envidia y el egoísmo dividen a los hermanos. La alabanza a Dios los une. No es posible unir las voces sin unir los corazones. Separados, no podemos “glorificar unánimes, a una voz, al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo”25 . El mejor camino para comulgar con los/as hermanos/as es alabar juntos al Padre.

Por otra parte la alabanza sana la vida comunitaria. Cuando Dios es percibido como exigencia que se impone por la fuerza de su ley, emerge en la comunidad una espiritualidad regida por el rigorismo, el afán de méritos, la tensión y hasta el miedo. Por el contrario, cuando Dios es experimentado como una presencia buena que bendice nuestra vida y nos salva en Cristo del pecado y de la muerte, crece en la comunidad una espiritualidad transida de gozo, alabanza y acción de gracias. Esta alabanza genera paz, facilita el trabajo, suaviza las tensiones y sinsabores de la vida diaria, cura las envidias, hace crecer la amistad y reafirma la comunión.

2.2. Aprender a vivir dando gracias a Dios

Recuperar la acción de gracias a Dios, fuente de vida, salvación y perdón es principio de renovación profunda para la comunidad. Cuando los/as monjes/as intuyen y experimentan que ante Dios sólo se puede vivir en acción de gracias, la comunidad se transforma.

Vivir en actitud agradecida

Lo primero para vivir en acción de gracias es aprender a captar lo positivo de la vida. No dejar de asombrarnos de tanto bien que nos rodea y sostiene. No quedarnos en una mirada negativa y pesimista. Admirar el sol de cada mañana, el despertar de cada día, el misterio de nuestro cuerpo y el aliento de nuestro espíritu, el encuentro con las personas y el amor de las personas. Extender luego nuestra mirada al mundo y captar el esfuerzo incansable, los anhelos, los gestos, los deseos de justicia y de paz que se encierran en tantos corazones. Se trata de estar atentos para contemplar y acoger todo lo bueno, lo noble, lo bello que hay en las personas, las cosas, los acontecimientos y la vida entera.

Sin embargo, esto no basta. Es necesario aprender a percibir el mundo y la creación entera como un don que proviene del amor de Dios, Fuente y origen último de todo bien. Hemos de vivir abiertos/as a esta Fuente original para gustar permanentemente la bondad, el amor y la ternura de Dios en el interior de la vida. Vivir en la comunidad con la conciencia de que estamos recibiéndolo todo de Dios: cada persona, cada cosa, cada acontecimiento o experiencia es don del Amor invisible de Dios. Esta forma de vivir buscando siempre a Dios como fuente de todo bien es lo que nos permite no trivializar el misterio de las personas y de las cosas, sino descubrir su última verdad.

El agradecimiento nos pide, además, reaccionar con gozo ante los dones de Dios y expresar nuestra alegría de vivir recibiéndolo todo de su amor. Esta es nuestra reacción más auténtica cuando vivimos nuestra existencia desde Dios. Esto es “bendecir” a Dios: reconocer gozosamente en cada persona, cosa o acontecimiento su Bondad insondable; Glorificar a Dios en todo y por todo; vivir en “estado de acción de gracias”. Pueden cambiar las circunstancias que motivan el contenido concreto de nuestro agradecimiento, pero la actitud es siempre la misma: dar gracias y glorificar a Dios.26

Nos podemos preguntar: ¿Se puede dar gracias a Dios siempre y en todo lugar? ¿También en el sufrimiento y la desgracia? ¿También en la experiencia del pecado? Quien vive en silencio ante Dios escuchando su Palabra y acogiendo su amor, puede también entonces captar que Dios sigue siendo bueno en medio de situaciones dolorosas y crucificantes, nos sigue amando y perdonando en medio del misterio del mal que esclaviza a los seres humanos, sigue buscando nuestro bien. La experiencia tal vez más expresiva es el arrepentimiento: cuando desde el pecado recordamos la bondad y el perdón de Dios, nuestras lágrimas de arrepentimiento se convierten en lágrimas de gratitud y alegría27 .

La celebración de la Eucaristía

En las primeras comunidades cristianas se considera la acción de gracias como la actitud fundamental y permanente de la vida cristiana: “Cantad y entonad salmos en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo”28 ; “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros”.29 Más aún. Toda oración y toda relación con Dios ha de ir acompañada de la acción de gracias: “En toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias”.30 ¿Cómo no vivir en la comunidad monástica en acción de gracias?

Esta acción de gracias permanente alcanza su culminación más expresiva en la celebración de la Eucaristía pues, en ella, toda comunidad cristiana, unida a la Iglesia universal, se sumerge en la celebración de la salvación realizada por Dios. El rasgo primero y predominante de la Eucaristía es la necesidad incontenible de dar gracias a Dios por todo lo que, en Cristo, ha hecho por nuestra salvación.31 Precisamente por ello, “la celebración de la Eucaristía es verdaderamente el centro de toda la vida cristiana”32 , y en ella alcanza su máxima intensidad la acción de gracias de la comunidad monástica.

Si algo hemos de cuidar los/as monjes/as es el espíritu de alabanza y acción de gracias que se respira en la celebración de la Eucaristía: la plegaria eucarística, las doxologías, los salmos y cantos de alabanza, las bendiciones. Las exclamaciones de la asamblea, los gestos de adoración, la elevación de los corazones. El diálogo del Prefacio con el presidente de la asamblea ha de ser uno de los momentos cumbre para “levantar el corazón” y “dar gracias a Dios” pues “es justo y necesario”, “es nuestro deber y salvación “ darle gracias siempre y en todo lugar por Cristo nuestro Señor.

Vivir creciendo en la acción de gracias a Dios va sanando y transformando a la comunidad. Cuando vivimos nuestra existencia entera como don de Dios y le restituimos a él todos sus bienes sin reservarnos nada como algo nuestro, es más fácil liberarnos de la irritación, la impaciencia, el resentimiento o la agresividad que tanto pueden deteriorar nuestras relaciones comunitarias y que solo denotan nuestra voluntad posesiva o nuestra autosuficiencia y nuestra falta de gratuidad. Cuando vivimos dando gracias a Dios, renunciamos a apropiarnos de lo que no es nuestro y esto nos permite enraizarnos en la alegría pues todo nuestro gozo es que solo Dios sea Dios.

Cuando vivimos en acción de gracias, todo cambia en la comunidad. Las cosas que nos rodean adquieren una profundidad antes ignorada: no están ahí solo como objetos a mi disposición; son signo de la gracia y la bondad del Creador. Las personas que encontramos en la comunidad o en nuestro camino son también regalo y gracia: a través de ellas se nos ofrece la presencia viva de Dios. No es posible vivir dando gracias a Dios sin ser agradecidos a los hermanos, a las cosas y a la creación entera.

Por eso la acción de gracias genera en la comunidad un proceso de generosidad mutua, de mirada positiva hacia el otro, de sensibilidad a lo que recibimos de los demás, de respeto y reconocimiento de sus vidas. El agradecimiento a Dios como Fuente última de todo bien nos coloca a cada uno en nuestra verdad, nos hace humildes y nos dispone a unas relaciones mutuas de amor gratuito y agradecido.

3. A MODO DE CONCLUSIÓN

Una comunidad monástica reconciliada, agradecida y de alabanza a Dios es una bendición de Dios para la Iglesia actual y para la sociedad contemporánea. Antes de “hacer” nada, su misma existencia es testimonio, recordatorio y signo profético que invita a despertar en los corazones las actitudes más genuinas y auténticas ante Dios.

Una comunidad que vive en silencio acogiendo el amor a Dios es invitación insistente a una Iglesia donde, con frecuencia, sobran palabras, agitación y actividad, y falta silencio y acogida gozosa del amor de Dios. Al mismo tiempo, es voz crítica y llamada a una sociedad llena de ruido y superficialidad, hambrienta de amor y de justicia, pero olvidada del Dios que la podría curar.

Una comunidad que vive escuchando la Palabra salvadora de Dios es una llamada urgente a la Iglesia para que escuche lo que su Espíritu está diciendo hoy a las comunidades cristianas. Y es también crítica radical a esta sociedad consumista que solo busca alimentarse de bienestar, olvidando que, además de pan, los hombres y las mujeres necesitan escuchar la Palabra de Dios que los conduzca a una vida más justa y fraterna, más digna del ser humano.

Una comunidad que vive alabando a Dios es una bendición para una Iglesia agobiada por la actividad, la organización y la búsqueda de eficacia y rendimiento pastoral, sin tiempo ni espacios para la adoración del misterio y la alabanza al Dios creador y salvador. Es, al mismo tiempo, llamada profética a una sociedad contemporánea donde el pragmatismo, la productividad o la competitividad van borrando toda religación a la Trascendencia eliminando el recuerdo de un Padre cuya gloria es la vida digna de sus hijos e hijas.

Una comunidad que vive dando gracias a Dios está recordando a la Iglesia que solo él es fuente de vida y salvación, y que nuestra primera tarea es reconocerlo gozosamente como Padre bueno que perdona y salva, y ponernos humildemente a su servicio. Al mismo tiempo, es una invitación a la esperanza en medio de una sociedad que solo cree en sus propias fuerzas, aunque comprueba una y otra vez que no puede darse a sí misma toda la salvación que anda buscando. La salvación está en Dios, el mejor amigo del hombre. Esta es la Buena Noticia que queremos anunciar desde nuestras comunidades.

 

Hna. María Pilar Tejada, osb
Monasterio de San salvador Palacios de Benaver (Burgos)

1 JUAN PABLO II: Palabras finales en la conclusión de la Congregación para los Institutos de Vida consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, Roma 1992.
2 J.A. PAGOLA, Silencio y escucha frente a la cultura del ruido y la superficialidad, Ed. Idatz, San Sebastián 2001; sobre todo pp. 22 – 38.
3 Me ha ayudado mucho en esta reflexión un escrito inédito del P. P. T. NAVAJAS, O.C., Comunidades construidas sobre el don.
4 Para la reflexión sobre la comunidad como «lugar de perdón y reconciliación» y como «lugar de curación» puede verse A. LOUF, OCSO, Vivir en una comunidad fraterna, en «Cuadernos Monásticos» 77 -abril-junio de 1986-, pp.177 – 191.
5 RB, Prólogo.
6 RB, 20.
7 Puede verse J. DE LA CROIX, OSB, Encuentro con Dios en la lectio divina, en «Cuadernos Monásticos» 45 -abril – junio de 1978- pp. 195 – 201; M. MAGRASI, Lectio divina en E. ANCILLI (dir), Diccionario de Espiritualidad, Herder, Barcelona 1983, t.II, pp.468 – 471. También en J. A. PAGOLA, La Biblia, ese libro de oración, Idatz, San Sebastián 1996, sobre todo pp. 35 – 56.
8 Jn 3, 16 – 17
9 Jn 1, 18
10 RB 4, 21
11 Jn 1, 1
12 Jn 1, 14
13 Jn 1, 17
14 Heb 1, 1 – 2
15 1 Cor 3, 11
16 Ef 1, 12
17 Es conocida la exhortación de san Benito: «Mirad todos los utensilios y todo el material (del monasterio) como si fueran vasijas sagradas del altar» (R.B. 21, 10)
18 Se puede ver en O. CLEMENT, Aproximación a la oración. Los místicos cristianos de los orígenes. Narcea, Madrid 1986; especialmente el capítulo «La gloria de Dios oculta en los seres» pp. 51 – 68.
19 Sal 19, 2
20 «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» - Sal 105, 1-. Sirvan estas palabras como resumen de todos los salmos de alabanza y bendición a Dios.
21 Es conocida la expresión del teólogo ortodoxo Nicolás Cabasilas.
22 RB.43,3
23 Hemos de recordar que san Benito pide al monje que “su mente concuerde con sus labios” (RB, 19)
24 Ver en C. G. VALLÉS, Viviendo juntos. Sal Terrae. Santander 1985; especialmente, el último capítulo “Un pueblo de alabanza” pp.143-148.
25 Rom 15,6
26 M. SODI, “Bendición” en Nuevo Diccionario de Liturgia -D. SARTORE y A.M. TRIACCA, dirs-, Ediciones Paulinas, Madrid 1987, pp. 210-230.
27 Esta es la experiencia de la mujer pecadora acogida por Jesús -cfr Lc 7, 36-50-.
28 Ef 5, 20. Cfr. Col 3, 17
29 1 Tes 5, 18
30 1 Tes 5, 18
31 Por eso, junto a “la cena del Señor” o “la fracción del pan”, el término “Eucaristía” (acción de gracias) es el término más significativo, más frecuente, y extendido desde el antiguo oriente hasta el último confín del mundo.
32 Instrucción EUCHARISTICUM MYSTERIUM , 6 sobre el culto del misterio eucarístico,Roma 1967.