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Reflexión sobre el dolor

12 sobre el dolorEl domingo sexto de Pascua celebramos el día del enfermo. Quisiera hacer alguna consideración a este respecto. Lo primero decir, que el dolor es un misterio al que hay que acercarse con los pies descalzos, como Moisés se acercó a la zarza ardiente. Nada realmente más grave que acercarse al dolor con sentimentalismos y, no digamos con frivolidad.

Y quizá, una primera consideración es la del mucho dolor que hay en el mundo, agravado en estos tiempos por los medios de comunicación que enseguida nos informan de la muerte que se ha producido en el otro lado del mundo.

Es cierto que, hoy se lucha más y mejor que nunca contra el dolor y la enfermedad. Pero no parece que la gran montaña de dolor disminuya. Incluso, cuando hemos derrotado una enfermedad, aparecen otras. Sé que es amargo y doloroso decir esto, pero en lo que respecta al dolor, la enfermedad y la muerte, podemos ganar muchas batallas, pero la guerra la tenemos perdida.

Y aunque la enfermedad y el dolor son un misterio, me atrevo a formular algunas respuestas parciales.

Una primera sería dedicarnos a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarnos a hacer teorías y respuestas sobre él.

En la vida de Buda se cuenta la historia de un hombre que fue herido por una flecha envenenada y, cuando acudieron a curarlo, exigía que antes, le respondieran a tres preguntas: quién disparó la flecha, qué clase de flecha era y qué tipo de veneno se había puesto en la punta. Por supuesto, que el hombre se murió y nadie había respondido a sus preguntas.

Igual pensáis que el cuento de Buda es una pura fábula. Y, sin embargo, es cierto que el hombre ha gastado más tiempo en preguntarse por qué sufrimos que en combatir el sufrimiento. Por eso, ¡benditos los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir la montaña de dolor que padecen las mujeres y los hombres hoy!

Una segunda respuesta parcial, es aquella que nos ayude a ver a nosotras y a enseñar a los demás, que el dolor es una herencia de todos los humanos sin excepción.

Uno de los grandes peligros de la enfermedad es que empieza convenciéndonos a nosotras mismas de que somos las únicas que sufrimos en el mundo, o en todo caso, las que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotras. Un simple dolor de muelas nos empuja a creernos la víctima número uno. Si en el telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante unos minutos, pero si nos duele algo, gastamos las veinticuatro horas del día en autocompadecernos.

Salir de una misma es muy difícil, salir de nuestro propio dolor es casi un milagro. Y, tendríamos que empezar por ese descubrimiento del dolor de los demás, para medir y situar convenientemente el nuestro.

Hay que tratar de no mitificar nuestro dolor o no volvernos contra Dios y contra la vida como si fuéramos las únicas víctimas. Cuando vas conociendo a las personas descubres que todos estamos mutilados en algo. Hay a quien el falta un riñón, o le sobra un cáncer, o le falta un brazo, o trabajo, o tiene un amor no correspondido, o se le ha muerto un hijo… Y muchos que han hecho una carrera pensando en ejercer un día una vocación determinada, se tienen que acoger a cualquier tipo de trabajo. Todos, todos estamos en la misma rueda. Todos. ¿Qué derecho tengo aquejarme de mis carencias como si fueran las únicas del mundo?

La tercera gran respuesta es la que enseña a ver los aspectos positivos de la enfermedad. Olvidan un tipo de espiritualidad cristiana malsana que hablaba de las excelencias del dolor, hay que decir, que en la mano de cada persona está el conseguir que el dolor sea una ruina o un parto.

Yo nunca me imagino a Dios enviando enfermedades y dolores a sus hijos sólo para probarlos. El dolor es más bien una parte de nuestra condición humana, por eso no hay persona sin dolor. Lo que Dios sí nos da es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. Cada uno tenemos en nuestras manos ese don de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos, se convierta en vinagre ó en vino generoso. Y, tenemos que reconocer con tristeza que desgraciadamente son muchos más las personas destruidas por la amargura que aquellos que saben convertirlo en fuerza y alegría.

Por eso el verdadero problema del dolor no es su naturaleza, sino su sentido. Ahí es donde se retrata una persona. La manera de sufrir es el más grande testimonio que un alma da de sí misma. Así pasa que hay personas que parecen muy grandes y se hunden en la primera tormenta, mientras que hay otras, aparentemente más pequeñas, más frágiles, cuya respuesta es maravillosa cuando llegan los momentos de angustia.

Pienso que es mucho más importante una vida plena que una vida larga. El valor de la vida se mide por los años que dura, sino por los frutos que produce. De ahí que, ante la enfermedad, pase lo que pase, a lo que no tenemos derecho es a desperdiciar nuestra vida, a creer que, porque estoy enferma, tengo disculpas para no cumplir con mis deberes en la medida que pueda, o a amargar la vida de los que me rodean con mis continuas quejas.

Creo que la verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantas personas amargadas porque no encontraron una mano compasiva y amiga! ¡Qué fácil, en cambio, seguir cuando te sientes amada y ayudada!

Nunca en nuestra vida haremos algo mejor que querer a nuestras enfermas, sostenerlas y sonreírlas, tratarlas como nos dice san Benito, viendo a Cristo en ellas. Hay en el mundo un déficit de compasión y nosotras estamos llamadas a fomentarlo.