Cuarto Domingo de Cuaresma - B
Según Juan, el evangelista y “discípulo amado”, Jesús vino al mundo, no para condenar, sino para salvar. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su único Hijo para salvarlo” Y la señal del amor tan inmenso de Dios es la cruz: en ella se dejó arrebatar de sus manos a quién él más amaba, el Justo Jesús de Nazaret, para que nosotros pecadores participáramos de la vida divina. La entrega de su Hijo es expresión, al mismo tiempo de la debilidad y la omnipotencia de la ternura de Dios.
«Dios ama el mundo». Lo ama tal como es. Inacabado e incierto. Lleno de conflictos y contradicciones. Capaz de lo mejor y de lo peor. Este mundo no recorre su camino solo, perdido y desamparado. Dios lo envuelve con su amor por los cuatro costados. Si Dios no lo condena, tampoco nosotras deberíamos condenarlo, sino mirarlo con esa mirada misericordiosa, amorosa de Dios.
El amor de Dios es tan grande que llega hasta dar la vida en la cruz por ti, por mí, y por todos los hombres para salvarnos y librarnos del pecado y de la muerte.
Tenemos que contemplar al Crucificado para descubrir ese amor entrañable de Dios por cada una de nosotras. Él me ama y se entrega por mí. ¡Qué maravilla! Que todo un Dios se entregue a la muerte para salvarme a mí. Caer de rodillas ante el crucificado y quedar a sus pies en silencio contemplativo, adorando y agradeciendo este misterio de amor.
Dios ha amado tanto al mundo que ha entregado a su Hijo único para que todos tengamos vida. Ésta es la gran seguridad que nos acompaña: que somos profundamente amadas de Dios, que no estamos solas y abandonadas en este inmenso cosmos, rodeadas de sinsentido y absurdo. No, somos hijas amadas de Dios y Él está dispuesto a entregar a la muerte a su Hijo como prueba indiscutible de amor.
Tenemos que tener la certeza de que Dios nos ama, aunque nos sintamos indignas, pequeñas, pecadoras. Tenemos que ser capaces de redescubrir ese amor loco de Dios, de experimentar su amor incondicional por cada una de nosotras, pues somos sus hijas y estamos hechas a su imagen y semejanza. Un amor que siempre nos comprende, que siempre nos perdona, un amor, transido de misericordia.
La cruz es el gran signo del amor de Dios que nos amó aun estando nosotros en estado de pecado. Un Dios que quiere la salvación del pecador y no su condena. La frase: porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna, constituye la centralidad del mensaje evangélico. Nuestra vida se funda en el amor de Dios.
En esta cuaresma levantemos la mirada y contemplemos la cruz, signo del amor del amor del Padre, por cada uno de nosotros, que nos entregó lo que más ama, su propio Hijo. Es esa mirada contemplativa la que nos permitirá encontrar la luz en medio de las tinieblas. Es Jesús el que le da sentido a todo lo que vivimos, arrojando su luz en los momentos de tinieblas y manifestándonos el amor del Padre que se hace especialmente presente en los momentos difíciles de nuestra vida.