Exaltación de la Santa Cruz - C 2025
Hoy la Iglesia nos invita a contemplar el misterio más grande de nuestra fe: la Santa Cruz de nuestro Señor Jesucristo. No celebramos un instrumento de tortura ni un signo de derrota, sino el árbol de la vida, la cátedra del amor y la fuente de salvación.
En el Evangelio escuchamos a Jesús decir: “Así como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”. En el desierto, el pueblo de Israel, mordido por serpientes venenosas, sanaba con solo mirar la serpiente de bronce elevada en un palo. Era un gesto de fe, un acto de confianza en Dios.
Eso mismo sucede con nosotros: mordidos por el pecado, heridos por las dificultades, tentados por el desánimo, somos sanados cuando miramos a Cristo crucificado. Su Cruz es la medicina, su Cruz es la victoria, su Cruz es la esperanza.
San Juan nos recuerda la razón profunda: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…”. Aquí está el corazón de nuestra fe: la Cruz es la prueba suprema de que Dios nos ama. No somos salvados por méritos propios, ni por nuestras fuerzas, sino por la entrega de Jesús. En el madero de la Cruz se revela la misericordia más grande: Dios no se quedó lejos del sufrimiento humano, sino que lo asumió hasta el extremo, para transformarlo desde dentro.
El motivo de la Cruz no es la condena, sino el amor. Dios no busca castigarnos, sino salvarnos. En la Cruz vemos hasta dónde llega la ternura de Dios: hasta entregar la vida de su Hijo para que tú y yo tengamos vida eterna.
Contemplar la Cruz no es un gesto vacío. Mirar la Cruz con fe transforma nuestra vida. Nos recuerda que el sufrimiento no tiene la última palabra, que el pecado no es más fuerte que el amor, que la muerte ha sido vencida por la vida. Cada vez que hacemos la señal de la cruz, proclamamos este misterio: “Dios me ama, Cristo murió y resucitó por mí, y yo le pertenezco a Él”.
La Cruz no es solo un objeto para venerar, sino también un camino para seguir. Jesús nos dice: “El que quiera ser mi discípulo, que tome su cruz cada día y me siga”. Eso significa aceptar con amor y fe las pruebas de cada día: la enfermedad, la incomprensión, las renuncias, los sacrificios por los demás. No como castigo, sino como participación en el amor de Cristo que salva al mundo.
Hoy, al celebrar la Exaltación de la Santa Cruz, pidamos la gracia de mirar siempre al Crucificado en nuestras luchas, de aprender de Él la paciencia, la entrega, la misericordia. Y que la Cruz, signo de sufrimiento transformado en amor, nos dé la fuerza para seguir a Jesús con alegría y esperanza.