Cuarto Domingo Ordinario - C

nadie es profetaLucas 4,21-30

Jesús está en la Sinagoga de su pueblo, donde lo dejamos la semana pasada. Es sábado. Ha ido a participar de la celebración de su comunidad. Y ha hecho la lectura, la del profeta Isaías, que habla del Mesías que ha venido a anunciar la Buena Noticia a los pobres. Y Jesús hace la homilía más corta que se conoce: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”.
Jesús acaba de aplicarse las palabras del profeta a sí mismo. Y es que Lucas nos quiere presentar a Jesús como el profeta que ha venido a traer la voz de Dios a nuestro mundo. Jesús es ese Mesías del que hablaba el profeta Isaías.

La primera reacción de la gente que allí está es de aprobación y admiración. “Todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”. Pero la admiración dura poco. En seguida surgen las dudas. Primero sobre su procedencia: “¿No es este el hijo de José?”. Y Jesús dirá que “nadie es profeta en su tierra”.
Pero las dificultades mayores vienen cuando Jesús anuncia la universalidad del mensaje de Dios. La Buena Noticia de Dios es para todas las personas, para los israelitas (el pueblo “escogido” de Dios), y también para los paganos, para los que no son religiosos, para los buenos y para los malos, pero con una llamada común a cambiar de vida, a la conversión (que es lo que Juan el Bautista empieza a hacer para preparar el camino de Jesús).

Ni la viuda de Sarepta, ni Naamán el sirio eran personas religiosas, sin embargo, reciben la ayuda de Dios a través del profeta, porque hacen lo que él les dice, porque hacen lo que Dios quiere, y se produce en ellos una conversión, un cambio de vida y de actitudes, que es lo que, en el fondo, nos pide Dios.

Los paisanos de Jesús se revelan ante esto, porque ellos son los “elegidos”, y no otros, y mucho menos unos paganos que, además, viven marginados de la sociedad: una por ser viuda y, por lo tanto, pobre; y el otro por su enfermedad de la lepra. Pero Jesús ha dicho que es a gente como ellos a quien está destinada la Buena Noticia de Dios y su salvación.

El profeta Jeremías, en la primera lectura, escucha de Dios estas palabras: “Te nombré profeta de los gentiles”. Porque también a ellos va dirigida la Buena Noticia de Dios. En el fondo, va dirigida a toda persona que la quiera acoger y que esté dispuesta a un cambio en su vida. Y sigue diciéndole Dios al profeta: Yo te convierto hoy en plaza fuerte… Yo estoy contigo para librarte”. A pesar de las dificultades, Jesús sigue adelante con el proyecto que su Padre Dios le ha encomendado.

“Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba”. ¡Qué triste y qué terriblemente humano es este comportamiento de los paisanos de Jesús! No supieron ver a Jesús como al Cristo, al Ungido, como a aquel en el que se había posado y encarnado en Espíritu de Dios; sólo supieron verlo como a un famoso hijo de su pueblo, como “al hijo de José.

Es el primer fracaso de Jesús al iniciar su vida pública. Pronto pudo ver Jesús lo que podía esperar de su propio pueblo. Los evangelistas no han querido ocultarnos la resistencia, el escándalo y la contradicción que encontró, incluso en los ambientes más cercanos.

Su actuación libre y liberadora resultaba demasiado molesta. Su comportamiento ponía en peligro demasiados intereses. Jesús lo sabe desde el inicio de su actividad profética. Es difícil que alguien que se decide a actuar escuchando fielmente a Dios sea aceptado en un pueblo que vive a espaldas de él.

Los creyentes no lo deberíamos olvidar. No se puede seguir fielmente a Jesús y no provocar, de alguna manera, la crítica y hasta el rechazo de quienes, por diversos motivos, no pueden estar de acuerdo con un planteamiento evangélico de la vida. Nos resulta difícil vivir a contracorriente. Nos da miedo ser diferentes. Se necesita mucho coraje para ser fieles a las propias convicciones. Como Jesús, los cristianos también tenemos el peligro de ser rechazados por predicar lo que nos propone el evangelio.

Pero no podemos claudicar frente al rechazo. Como el profeta con el que comenzábamos, habrá que seguir anunciando el perdón, el amor y la paz, aunque todos nos vuelvan la espalda. Si no es para que los demás cambien, por lo menos para que ellos y sus costumbres, no terminen por cambiarnos a nosotras.

«Pero Jesús se abrió paso en medio de ellos y se alejaba». Jesús pasa siempre a través de nuestras resistencias, nuestros rechazos, nuestras pequeñeces. No nos hagamos ilusiones de que lo vamos a detener, y que está a la espera. Siempre está más adelante. Nuestras barreras no logran pararlo, ni hacerlo volver atrás, en todo caso lo empujan hacia adelante...

Hermanas, que nunca rechacemos a Jesús, que no se aleje de nosotras con tristeza porque nuestra fe sea débil y no sepamos reconocerlo. Que sepamos verlo en todo: en las hermanas, en los acontecimientos, en los que sufren, en todo. Él necesita de nuestra persona para trasmitir la buena noticia.

Madres Benedictinas – Palacios de Benaver (Burgos)