Quinto Domingo Cuaresma - C
Juan 8, 1-11
Cuando a alguien le cae una desgracia, nunca hay que decir: «Justo castigo por sus pecados». Lejos de castigar a los que lo ofenden, Dios deja siempre tiempo a los pecadores para que se enmienden, esperando que al final se conviertan. Es un padre que aguarda sin cesar su regreso y, cuando finalmente vuelven a casa, invita al cielo y a la tierra a que se alegren con él.
La insistencia de Jesús en la infinita misericordia de Dios, ciertas formas de ilustrar esta enseñanza y, sobre todo, su comportamiento, acabaron por despertar la desconfianza de los «puros», de ciertos fariseos que, como el hijo mayor de la parábola, servían a Dios desde hacía muchos años sin haber desobedecido nunca una orden suya. ¿Qué pensar de este predicador que recibía a los pecadores y no dudaba en comer con ellos? Su conducta les resultaba cada vez más sospechosa, más escandalosa. Su forma de actuar, que tanto agradaba al pueblo, ¿no era una forma de complicidad con el pecado?