Hoy celebramos la fiesta de la Epifanía, de la manifestación del Señor.
Dios, nos ha hecho el regalo gratuito más generoso, nos ha enviado a su hijo, hoy nos dice que la salvación que nos trae este niño recién nacido, es para toda la humanidad, para todos los seres humanos. Nos dice cómo encontrarlo.
Sobre el mundo se ha acumulado tanta injusticia y sufrimiento que una, sin ser directamente culpable, se siente, a veces avergonzada simplemente de vivir, de poder comer, de tener un techo donde cobijarse, es decir, de llevar una existencia mínimamente normal a la que deberíamos tener acceso todos.
Pero, ¿quién piensa hoy de verdad en los demás? Es inmoral instalarnos en el propio bienestar sin acordarnos de los pobres, de los que sufren cualquier tipo de exclusión, de los más desfavorecidos, de los que han sido castigados por la adversidad. Por desgracia esta actitud es hoy muy general.
Esta Noche celebraremos, con toda la Iglesia y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, el nacimiento de Jesús.
Que nuestro Dios haya venido al mundo mediante su Hijo, nacido en Belén, constituye la dimensión más genuina de nuestra fe. Creemos en un Dios creador y señor de todas las cosas, que se ha hecho un niño indefenso en una cueva humilde de un país humilde.
La Palabra se hizo carne. Nuestro Dios asume nuestra condición humana, se encarna en nuestra historia. ¡Qué misterio tan grande y, a la vez, tan entrañable! Lo que habían anunciado los profetas se cumple. El Mesías, el salvador, que esperaban todos los pueblos, nace de una virgen.
Los hombres terminamos por acostumbrarnos a casi todo. Con frecuencia, la costumbre y la rutina van vaciando de vida nuestra existencia. Decía Ch. Peguy que «hay algo peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada a casi todo». Por eso no nos puede extrañar demasiado que la celebración de la Navidad, envuelta en superficialidad y consumismo alocado, apenas diga ya nada nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma acostumbrada».
Estamos acostumbrados a escuchar que «Dios ha nacido en un portal de Belén». Ya no nos sorprende ni conmueve un Dios que se ofrece como niño.