El evangelio de este domingo, con el que propiamente se da comienzo el tiempo de Cuaresma, nos presenta las tentaciones de Jesús en el desierto y que, salvando las distancias y las circunstancias concretas, no son distintas de las nuestras.
Jesús, después de ser bautizado, se dirige al desierto, empujado por el Espíritu, para prepararse durante cuarenta días a la misión encomendada por su Padre.
La Cuaresma es un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado. Para nuestro camino cuaresmal de 2022 nos hará bien reflexionar sobre la exhortación de san Pablo a los gálatas: «No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad (kairós), hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).
La advertencia de Jesús es fácil de entender. «No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto. No se cosechan higos en las zarzas ni se vendimian racimos en los espinos».
En una sociedad dañada por tantas injusticias y abusos, donde crecen las «zarzas» de los intereses y las mutuas rivalidades, y donde brotan tantos «espinos» de odios, discordia y agresividad, son necesarias personas sanas que den otra clase de frutos. ¿Qué podemos hacer cada cual para sanar un poco la convivencia social tan dañada entre nosotros?
El domingo pasado escuchábamos las bienaventuranzas de Lucas y hoy seguimos con el llamado discurso de la llanura. Jesús se dirige a “los que escuchan”, a los que abren su corazón para guardar su mensaje. Y, hoy nos hace también a nosotras una llamada a abrir el oído del corazón para acoger su Palabra y dejarnos transformar por ella.
El evangelio de hoy se centra en el núcleo de la doctrina de Jesús: el amor, un amor que llega hasta el extremo, “amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian, bendecir a los que nos maldicen y orar por los que nos injurian”. Quizá sea este el mandato más difícil de cumplir, la novedad que nos aporta Jesús.
Jesús acaba de elegir a sus apóstoles que serán las columnas donde se asentará la Iglesia. Y, ahora pasa a darles las grandes líneas del programa del Reino: las bienaventuranzas.
Las bienaventuranzas proponen un ideal de vida que, como todo ideal, es inalcanzable en su totalidad. En la medida en que seamos capaces de vivirlas estaremos más cerca de Dios. Pero, no debemos desanimarnos si nunca llegamos a la perfección que este ideal sugiere.
Otro mundo es posible. La felicidad brota de la coherencia de la vida y de la confianza en el Señor que nos librará del sufrimiento. Son felices las personas pobres. La pobreza material no es un bien en sí mismo, sino una carencia. No hay que esperar a llegar al cielo, hay que trabajar ya aquí por la justicia.